viernes, 30 de noviembre de 2012

Once Upon A Time

Cuentan los más ancianos de Yshar, que las cosas han cambiado mucho y que antes se vivía mejor. Cualquiera que tenga interés en escuchar sus historias es bienvenido a esta pequeña aldea e invitado a compartir la tarde con ellos, sentado cómodamente en un sofá junto a la chimenea, o fuera, en el jardín, si el tiempo lo permite, degustando un delicioso té y pastas caseras cuya receta milenaria aún hoy sigue siendo secreta. Solo hay que relajarse y escuchar, dejarse llevar, mientras sus cascadas voces van explicando, emocionadas, cómo era Yshar...

Cientos de años atrás, la villa estaba gobernada por el Consejo, un grupo de personas elegidas popularmente para dirigir la ciudad en beneficio de todos. No se trataba de personas de lo que podríamos llamar hoy un partido. No. Cada una era elegida individualmente para su cometido y estaba encargada de un, podríamos decir, ministerio, por equipararlo a la actualidad. Todos y cada uno de ellos rendía cuentas de sus acciones y decisiones a la ciudad cada bimestre, o antes, si algún ciudadano así lo requería.

Las leyes eran acordadas y votadas popularmente, y su incumplimiento era castigado. Por ejemplo, aunque los delitos ocurrían de modo muy poco frecuente, aquel que mataba a otro era expulsado de la ciudad. No era necesario ningún batallón policial para mantener el orden, ni papeleos interminables para que se celebrara un juicio, que en Yshar era popular y a puerta abierta, y era el pueblo quien tenía la última palabra y dictaba veredicto, gracias a existir una representación rotativa de personas que ejercían de jurado. Todo habitante de Yshar estaba involucrado en el proceso y se sentía parte de ello.

No había iglesias ni catedrales, pues no creían que hubiera que erigir monumento o edificio alguno para adorar a nadie. Daban gracias a la vida y se regían por las normas de conducta que la razón natural dicta y que, aun así, estaban publicadas para evitar malentendidos. Se reunían con frecuencia para premiar a las personas de la comunidad que hubieran realizado una labor destacada en beneficio de todos.

Cada habitante tenía una vivienda del tamaño adecuado y suficiente para sus necesidades. Todas eran bastante similares funcionalmente, y era la imaginación y gusto de cada yshariano lo que las distinguía. No existía el matrimonio como institución. Si dos habitantes de Yshar sentían amor, o incluso cierto apego, y decidían que querían vivir juntos, no firmaban ningún contrato, sino que se unían sin más. Y de igual modo se separaban si así lo sentían. En cualquier caso, era normal que, tanto los habitantes libres como los unidos con otros, vieran como algo normal tener sexo con cualquier otro, del mismo modo que si se tratara de dar un paseo, salir a comer o practicar alguna otra actividad juntos. No le daban mayor importancia. Era una actividad lúdica y de gozo para ellos, y esto era posible porque no habían desarrollado el sentido de la posesión, ni en consecuencia el de los celos. Así pues, en Yshar había libertad sexual. Si dos ciudadanos se atraían, podían tener relaciones, fueran homosexuales o heterosexuales. Nadie juzgaba a otro por sus gustos o creencias. Esta forma de ser de los ysharianos lograba crear un clima agradable en la ciudad.


Pueblo Moon - ©2009 Daniel A. Brown
It could be Yshar, couldn't it?
Si fruto de alguna relación nacía un niño, era llevado al Nido, un conjunto de edificios donde vivían todos los menores de la ciudad, agrupados por edades. Era el lugar más colorido y alegre de Yshar, poblado de risas y ojos brilllantes. Los niños eran cuidados y educados por personas preparadas para ello y dedicadas específicamente a dicha labor. De este modo, ninguna mujer se quedaba sin ser madre, pues aunque alguna fuera estéril, todos los niños eran del pueblo y recibían visitas constantemente. Para ellos era como tener muchos padres y madres. A medida que iban creciendo se iba desarrollando su potencial, y se intentaba orientar a cada niño hacia lo que mejor sabía hacer según sus aptitudes, pero no se les forzaba a ello. Si un niño mostraba un deseo por algún campo para el que no pareciera apto iniciialmente, se le animaba y ofrecía ayuda para permitir su desarrollo en esa línea. En cualquier caso, todos eran importantes y necesarios, desde el que se dedicaría en el futuro a fabricar el pan, hasta el que formaría parte del Consejo, pasando por los que tendrían la ciudad limpia, pintarían o diseñarían ropa y calzado.

Llegado a este punto de la historia, salpicado de anécdotas a medida que describen Yshar, habrás perdido la noción del tiempo, hipnotizado por las voces de los ancianos, y habrás observado que parecen vivir lo que cuentan como si sucediera en ese momento y, aunque sus ojos brillan, verás que también resbala por ellos alguna lágrima y que muestran una infinita tristeza y desolación al recordar cuán diferente era entonces la aldea. Te surgirán muchas preguntas, querrás saber más, pero una duda destacará en tu mente sobre todas ellas y es ¿qué pasó?, ¿qué hizo que Yshar sea ahora tan diferente de cómo era entonces? Y los ancianos, te devolverán una mirada confusa y llena de pena, sin ser capaces de brindarte una respuesta a eso.

—Vayan despidiéndose, por favor —se oye la monótona voz de la celadora, alta y clara, por megafonía—. La hora de visitas de la residencia acaba en diez minutos.


Note: Thank you very much to Daniel A. Brown, who gave me permission to use his painting 'Pueblo Moon' to illustrate this entry. You can see his great work here.
 

jueves, 8 de noviembre de 2012

Curlers, Scissors & Hairdryers

Pasaban por sus manos muchas cabezas cada día. De mujeres, principalmente, pero también de hombres, niños y niñas. La diversidad era enorme. Cabellos rubios, morenos, pelicanos, castaños y pelirrojos, naturales y teñidos, lisos y rizados, largos y cortos. Lavaba y peinaba cabezas de estudiantes, de profesores, de amas de casa, de abogados estirados, de humildes panaderos, de mozos de hotel, de políticos, de aficionados al fútbol, de lectores de prensa rosa, de pilotos, de intelectuales sesudos, de deportistas, de jubilados, de banqueros, de chonis, de pijas, de curas...
 
Mandy les dejaba hablar. No sabía si era cosa del sillón tan cómodo donde les colocaba, dispuesta a dejar que sus mágicas manos iniciaran el contacto, o si se trataba de algún ingrediente del champú lo que les afectaba de tal modo, pero el caso es que todos, sin excepción, a medida que les masajeaba y frotaba la cabeza, se confesaban ante ella como si hablaran consigo mismos, y de sus bocas brotaba todo aquello en lo que creían, lo que les motivaba o preocupaba, sus convicciones, sus miedos. Ella escuchaba, asentía, reía, hacía preguntas precisas al hilo de la conversación, y para cuando el agua corría abundantemente aclarando esas cabezas, ella tenía una opinión bastante formada. Ya sabía dónde estaban los problemas, qué convenía dejar como estaba y qué no, qué clamaba por una abrupta eliminación para evitar que causara males mayores y qué convenía incentivar y promover para mejorar el mundo. Sí. Mejorar el mundo, ese era su propósito. Mandy no sabía desde cuándo había comenzado, ni desde luego a qué podía deberse, pero cierto día descubrió su "poder".

Mandy's tools
 
Al principio fantaseaba, como siempre, y según cortaba un mechón, daba baño de color o domaba una onda rebelde a golpe de secador, su mente se concentraba y, sin dejar entrever nada, imaginaba estar realizando cambios en las ideas que poblaban esa cabeza parlante, ideas erróneas desde su punto de vista, que convenía modificar cuanto antes. A medida que cada uno de sus clientes iba regresando al cabo de la semana o del mes e iniciaban la charla, ella empezó a darse cuenta de que algo en ellos era diferente, como cuando se rebana el trozo pocho de una fruta. La pija que abusaba de la polaca que tenía por interna, tenía menos aires de superioridad; el empresario que pagaba en negro había ido regularizando a su plantilla y se había convertido en alguien honrado; el presuntuoso que apoyaba con vehemencia toda decisión de su partido, ahora parecía pensar por sí mismo y le notaba más propenso al diálogo y a ver puntos de vista diferentes. Todo ello empezó desde el momento en que se afanó, tijera o secador en mano, en eliminar mentalmente todas esas tontunas que escuchaba mientras recortaba una nuca o alisaba una melena. ¿Era ella la responsable de esos cambios que observaba? Mandy tenía los pies muy en la tierra, y al principio pensó que era casualidad, claro, ¿qué otra cosa podía ser? Pero al ir comprobando que todos, en mayor o menor medida, habían cambiado realmente, empezó a sospechar que tal vez no fuera algo casual, más bien causal, y sospechaba que, justamente ella, era la artífice del cambio.
 
Alzó la vista al ver entrar a uno de sus nuevos clientes y le sonrió, enigmática, al tiempo que le acompañaba al sillón de lavado y le colocaba la capa de corte:
 
Buenos días, Sr. Rajoy. ¿Qué va a ser? ¿Lavar y cortar?