Estaba amaneciendo. Aunque aún estaba oscuro, se intuía un día soleado, pero el invierno se notaba cerca y decidió ponerse un abrigo corto. Salió de casa y paró un taxi en cuanto llegó a la avenida ancha, casi vacía a esas horas de la mañana.
—¡Taxi! —llamó.
—Al aeropuerto, terminal T3, salidas —dijo tan pronto subió.
Contestó con monosílabos los intentos de establecer una conversación por parte del taxista. No tenía ganas de cháchara, y además, aunque el hombre tenía cara de buena persona, no le era simpático. Para empezar la estaba torturando con Radiolé a todo volumen, y es cierto que era su taxi y cada uno personaliza su coche como quiere, y tiene las creencias y opiniones que le da la gana, pero precisamente por eso ella, como usuaria del servicio, también era libre de decidir que ese tío le resultaba antipático, porque no dejaba de rascarse la cabeza y por ser de esos que juegan a espiar con ojos de obseso baboso el escote de las clientas, lo cual le incomodaba. Tenía pinta de beato de pacotilla, de los que llenan profusamente el taxi de vírgenes, santos, cristos y rosarios, pero esconden negros pensamientos, lo cual a Carla le daba sarpullido y cierto yuyu. Se limitó pues a mirar por la ventanilla, dejando la mente vagar. No tenía planes. De eso se trataba.
Ya allí, se acercó al mostrador de la compañía aérea y preguntó cuál era el primer vuelo que salía en la próxima hora a algún destino europeo. Averiguó que estaba a tiempo de volar a Edimburgo si se daba un poco de prisa, o esperar alrededor de hora y media y dirigirse en cambio a Nápoles. Dudo unos momentos sopesando ambas opciones. Le convencía más el clima de Italia, y también el carácter latino, pero la urgencia de escapar y no perder el tiempo en esperas le hizo elegir la verde Escocia. ¡A Scotland, pues! Pagó el billete con vuelta al día siguiente y anduvo a toda prisa hacia el control policial para poder llegar a tiempo a la puerta de embarque. El avión despegaba en 20 minutos.
Su enorme bolso era su único equipaje. Necesitaba escapar por unas horas. Dejarse llevar y huir de refugiarse en casa lamentando su suerte. No estaba premeditado. Había pasado la noche dando vueltas y salió de la cama muy temprano, mientras aún dormía la ciudad. Fue después de desayunar cuando su mente se vio tentada por la idea de estar en otra parte, rodeada por gentes desconocidas en muchos kilómetros a la redonda, sin amigos cerca, oyendo un idioma diferente al suyo, sintiendo su cerebro tonificado como siempre que escapas de lo habitual y te tienes que buscar la vida, sentir como novedad cada acto a realizar precisamente por no formar parte de la rutina diaria en que a veces funcionas de modo automático. Tenía tanta necesidad de sentir, que adoptó la idea en el preciso instante que empezó a formarse en su cabeza, sin dar tiempo a arrepentimientos y second thoughts. "¿Qué necesito?", pensó. "El pasaporte y mi bolso", este segundo siempre provisto del kit de aseo e higiene, suficiente al menos para una noche y con espacio para una camiseta y ropa interior. Recogió con rapidez los restos del desayuno y fue brincando a la ducha. De pronto se sentía aventurera y feliz.
El vuelo duraría casi tres horas. Si era capaz de relajar su mente se abandonaría a la lectura y se le haría corto el trayecto. Y así fue. Casi sin darse cuenta estaba aterrizando en Edimburgo. Disfrutó del hecho de viajar sin equipaje y poder salir a la calle al poco de haberse bajado del avión. Llamó a un taxi y pidió que la llevara al centro de la ciudad. No había querido reservar hotel desde Madrid. Quería llegar y dejarse llevar. Entrar en un pequeño pero coqueto hotel si se sentía tentada, o terminar en el clásico hotel para negocios. De momento no era su prioridad. Era aún temprano hasta para almorzar, ¡tendría tiempo de sobra para encontrar un sitio donde dormir! Dejarse llevar, dejarse tentar, fluir en la ciudad, fluir con la ciudad, ser un junco a merced del viento, ser una abeja a merced del olor más apetitoso o el color más atrayente, ser turista por un día y palpitar al ritmo que sus pasos le depararan.
El taxista la dejó en una zona céntrica, desde donde se imbuyó de espíritu de turista de pies a cabeza y comenzó a pasear, deteniéndose aquí y allá, tomando fotos de aquello que llamaba su atención. Un escaparate original, una calesa, un autobús, un descapotable,... No tenía obligaciones. Le daba igual virar a derecha o izquierda. Se sentía libre. Optó por bajar por uno de los húmedos callejones adoquinados que se abría a su paso. Se acercó al famoso Edinburgh Castle, caminó por la Royal Mile, entró en alguno de los innumerables museos dispersos por la ciudad y compró unas pulseras de cuero e imanes para la nevera en una pequeña tienda.
La caminata le dio sed y le abrió el apetito. Se sintió tentada por un pub del que salía un apetitoso olor a comida y cierto bullicio. Pidió una pinta de cerveza y un sandwich, y dio buena cuenta de ambos sintiéndose parte la ciudad. Sus corto cabello pelirrojo y sus ojos verdes le hacían encajar en el lugar. No parecía una turista en absoluto. Solo su acento le delataba. Estaba absorta en una conversación que mantenían la camarera y un cliente, con la típica sonrisa lela que se nos pone cuando lo que escuchamos a hurtadillas nos parece gracioso. El chico se giró, como notando que le observaban, y ella rápidamente se puso como la grana al verse sorprendida in fraganti en ese acto inocente de espionaje. Volvió la cabeza hacia otro lado, como para disimular, y entonces fue cuando le vio. Juraría que era el mismo chico que vio en la tienda de las pulseras hace un rato. Alto, moreno, atractivo, media melena, barba de dos días y unos ojos inmensamente azules. Sus miradas se cruzaron por un instante. "¡Vaya! Más vale que mire fíjamente a mi sandwich y deje de hacer ojitos con los locales", pareció pensar, y se concentró en tomarse lo que aún le quedaba mientras jugueteaba con su móvil. Pagó al poco, sin volver a echar miradita alguna, y salió de nuevo a dejarse guiar por su instinto. ¡Qué mejor guía!
Pensó que era buena hora para empezar a buscar donde dormir, y la zona estaba repleta de opciones. Con esa intención, echó a andar, prestando especial atención a los hoteles que salían a su paso. Parecían abrir sus puertas de forma invitadora y decirle: "Entra aquí. Dormirás como una princesa, tras un baño relajante de burbujas, y te llevaremos el desayuno a la cama". Sonrió, rechazando el ofrecimiento de un par de ellos con una leve inclinación de cabeza a un portero imaginario, y una manzana después vio un pequeño hotel, de esos con encanto, estilo Art Decó. Tomó nota mental de la ubicación, con intención de volver en un par de horas. Prefería seguir recorriendo y volver para darse una ducha antes de salir a ver la ciudad de noche y cenar algo.
—¡Taxi! —llamó.
—Al aeropuerto, terminal T3, salidas —dijo tan pronto subió.
Contestó con monosílabos los intentos de establecer una conversación por parte del taxista. No tenía ganas de cháchara, y además, aunque el hombre tenía cara de buena persona, no le era simpático. Para empezar la estaba torturando con Radiolé a todo volumen, y es cierto que era su taxi y cada uno personaliza su coche como quiere, y tiene las creencias y opiniones que le da la gana, pero precisamente por eso ella, como usuaria del servicio, también era libre de decidir que ese tío le resultaba antipático, porque no dejaba de rascarse la cabeza y por ser de esos que juegan a espiar con ojos de obseso baboso el escote de las clientas, lo cual le incomodaba. Tenía pinta de beato de pacotilla, de los que llenan profusamente el taxi de vírgenes, santos, cristos y rosarios, pero esconden negros pensamientos, lo cual a Carla le daba sarpullido y cierto yuyu. Se limitó pues a mirar por la ventanilla, dejando la mente vagar. No tenía planes. De eso se trataba.
Ya allí, se acercó al mostrador de la compañía aérea y preguntó cuál era el primer vuelo que salía en la próxima hora a algún destino europeo. Averiguó que estaba a tiempo de volar a Edimburgo si se daba un poco de prisa, o esperar alrededor de hora y media y dirigirse en cambio a Nápoles. Dudo unos momentos sopesando ambas opciones. Le convencía más el clima de Italia, y también el carácter latino, pero la urgencia de escapar y no perder el tiempo en esperas le hizo elegir la verde Escocia. ¡A Scotland, pues! Pagó el billete con vuelta al día siguiente y anduvo a toda prisa hacia el control policial para poder llegar a tiempo a la puerta de embarque. El avión despegaba en 20 minutos.
Let's fly! |
El vuelo duraría casi tres horas. Si era capaz de relajar su mente se abandonaría a la lectura y se le haría corto el trayecto. Y así fue. Casi sin darse cuenta estaba aterrizando en Edimburgo. Disfrutó del hecho de viajar sin equipaje y poder salir a la calle al poco de haberse bajado del avión. Llamó a un taxi y pidió que la llevara al centro de la ciudad. No había querido reservar hotel desde Madrid. Quería llegar y dejarse llevar. Entrar en un pequeño pero coqueto hotel si se sentía tentada, o terminar en el clásico hotel para negocios. De momento no era su prioridad. Era aún temprano hasta para almorzar, ¡tendría tiempo de sobra para encontrar un sitio donde dormir! Dejarse llevar, dejarse tentar, fluir en la ciudad, fluir con la ciudad, ser un junco a merced del viento, ser una abeja a merced del olor más apetitoso o el color más atrayente, ser turista por un día y palpitar al ritmo que sus pasos le depararan.
El taxista la dejó en una zona céntrica, desde donde se imbuyó de espíritu de turista de pies a cabeza y comenzó a pasear, deteniéndose aquí y allá, tomando fotos de aquello que llamaba su atención. Un escaparate original, una calesa, un autobús, un descapotable,... No tenía obligaciones. Le daba igual virar a derecha o izquierda. Se sentía libre. Optó por bajar por uno de los húmedos callejones adoquinados que se abría a su paso. Se acercó al famoso Edinburgh Castle, caminó por la Royal Mile, entró en alguno de los innumerables museos dispersos por la ciudad y compró unas pulseras de cuero e imanes para la nevera en una pequeña tienda.
Royal Mile - Edinburgh |
Pensó que era buena hora para empezar a buscar donde dormir, y la zona estaba repleta de opciones. Con esa intención, echó a andar, prestando especial atención a los hoteles que salían a su paso. Parecían abrir sus puertas de forma invitadora y decirle: "Entra aquí. Dormirás como una princesa, tras un baño relajante de burbujas, y te llevaremos el desayuno a la cama". Sonrió, rechazando el ofrecimiento de un par de ellos con una leve inclinación de cabeza a un portero imaginario, y una manzana después vio un pequeño hotel, de esos con encanto, estilo Art Decó. Tomó nota mental de la ubicación, con intención de volver en un par de horas. Prefería seguir recorriendo y volver para darse una ducha antes de salir a ver la ciudad de noche y cenar algo.
Visitó otros lugares pintorescos, mientras su cámara iba acumulando imágenes, su cerebro almacenaba olores y disfrutaba de ese dejarse llevar. Se sentó un rato junto al Linlithgow Loch y se encaminó de vuelta al hotel que había elegido. Eran las seis de la tarde, tiempo suficiente para darse un baño relajante y salir a cenar. Se dirigió al mostrador de recepción buscando su pasaporte en el bolso, y atisbó por el rabillo del ojo a un hombre que llave en mano se dirigía a los ascensores. Le pareció el chico del pub, pero antes de poder volverse para verificarlo escucho el "Good evening, lady. What can I do for you?", que le dirigía la recepcionista y se centró en hacer la reserva.
Subió a los pocos minutos y entró en una coqueta habitación, sin vistas espectaculares, pero acogedora. Saltó sobre la cama como una niña y se tumbó para comprobar satisfecha que era tan cómoda como parecía. Se desnudó y se fue directa al cuarto de baño. La bañera era enorme y tenía todo tipo de chorros "jacuzziescos". "Tal vez más tarde, antes de dormir", pensó, y optó darse una ducha rápida y tonificante. Sacó la ropa limpia que llevaba en el bolso, se vistió en un santiamén, se maquilló un poco y salió dispuesta a disfrutar de la noche.
Había visto una zona con varios restaurantes y pubs que no quedaba lejos, y fue caminando tranquila. Ya empezaba a refrescar. Agradeció haber llevado el abrigo. Entró en un restaurante con grandes cristaleras a la calle, y se acomodó en una mesa junto a la ventana. Disfrutaba de una copa de vino mientras esperaba el primer plato cuando vio entrar al chico de la melena. Aquello ya era mucha casualidad. Le vio hablar con el personal del restaurante y dirigirse hacia su mesa.
—Hola, ¿me puedo sentar contigo para cenar? Creo que una buena charla hace la cena más apetitosa —dijo iniciando el gesto de retirar la silla frente a ella.
Linlithgow Loch - Edinburgh |
Subió a los pocos minutos y entró en una coqueta habitación, sin vistas espectaculares, pero acogedora. Saltó sobre la cama como una niña y se tumbó para comprobar satisfecha que era tan cómoda como parecía. Se desnudó y se fue directa al cuarto de baño. La bañera era enorme y tenía todo tipo de chorros "jacuzziescos". "Tal vez más tarde, antes de dormir", pensó, y optó darse una ducha rápida y tonificante. Sacó la ropa limpia que llevaba en el bolso, se vistió en un santiamén, se maquilló un poco y salió dispuesta a disfrutar de la noche.
Había visto una zona con varios restaurantes y pubs que no quedaba lejos, y fue caminando tranquila. Ya empezaba a refrescar. Agradeció haber llevado el abrigo. Entró en un restaurante con grandes cristaleras a la calle, y se acomodó en una mesa junto a la ventana. Disfrutaba de una copa de vino mientras esperaba el primer plato cuando vio entrar al chico de la melena. Aquello ya era mucha casualidad. Le vio hablar con el personal del restaurante y dirigirse hacia su mesa.
—Hola, ¿me puedo sentar contigo para cenar? Creo que una buena charla hace la cena más apetitosa —dijo iniciando el gesto de retirar la silla frente a ella.
—¡Hum! Sssssí... supongo —dijo ella—. Siempre te puedo pedir que te marches si la cosa se pone fea, ¿no? Y, tal vez me equivoque pero, tengo la impresión de que me resultas familiar. Te he visto por ahí en algún momento durante el día de hoy. Me llamo Sonia.
—Primeramente deja que te explique. Te vi en el aeropuerto. Había ido a comprar un billete. La verdad es que a cualquier sitio, necesitaba alejarme de la ciudad un par de días, y deambulaba por allí sopesando alternativas cuando apareciste. ¡Te vi entrar tan resuelta y decidida! Tenías la palabra aventura escrita en el rostro y me dio envidia. Según saliste con tu billete corriendo hacia el embarque, me acerqué al mostrador y dije: "Quiero un billete como el suyo". Y corrí tras de ti. Estaba decidido a dejarme llevar y seguir a esa linda pelirroja. Y me trajiste hasta aquí.
Hizo una pausa en su discurso, y al ver que ella no decía nada y temiendo un enfado por su parte, prosiguió:
—Sé que suena a locura, pero, por favor, no pienses que soy un demente, ni el asesino de la motosierra, ni nada similar. Llevo cerca de ti todo el día, aunque confieso que los atractivos de la ciudad me hicieron perderte en algún momento, pero siempre aparecías. Confieso que no me atreví a acercarme, y al verte de nuevo hace un rato a través del ventanal, me armé de valor y, ¡aquí estoy!. Después de los kilómetros que hace que te conozco, pensé que lo mínimo era presentarme. Me llamo Darío.
Y charlaron, cenaron, rieron, bailaron y acabaron en el hotel, juntos, con sus cuerpos tan pegados como si hubieran sido creados para estar así. Pensarás que podrían haber evitado el viaje e iniciado en el aeropuerto su aventura, que aún hoy, tres años después de aquel día, continúa, pero tal vez nunca habría sido igual e incluso podría no haberse iniciado. A veces es bueno aislarse de lo conocido que nos rodea, ver tu vida desde fuera, con perspectiva, salir del día a día habitual para encontrarte, y dejarte llevar, fluir... fluir...
Hizo una pausa en su discurso, y al ver que ella no decía nada y temiendo un enfado por su parte, prosiguió:
—Sé que suena a locura, pero, por favor, no pienses que soy un demente, ni el asesino de la motosierra, ni nada similar. Llevo cerca de ti todo el día, aunque confieso que los atractivos de la ciudad me hicieron perderte en algún momento, pero siempre aparecías. Confieso que no me atreví a acercarme, y al verte de nuevo hace un rato a través del ventanal, me armé de valor y, ¡aquí estoy!. Después de los kilómetros que hace que te conozco, pensé que lo mínimo era presentarme. Me llamo Darío.
Y charlaron, cenaron, rieron, bailaron y acabaron en el hotel, juntos, con sus cuerpos tan pegados como si hubieran sido creados para estar así. Pensarás que podrían haber evitado el viaje e iniciado en el aeropuerto su aventura, que aún hoy, tres años después de aquel día, continúa, pero tal vez nunca habría sido igual e incluso podría no haberse iniciado. A veces es bueno aislarse de lo conocido que nos rodea, ver tu vida desde fuera, con perspectiva, salir del día a día habitual para encontrarte, y dejarte llevar, fluir... fluir...