sábado, 13 de abril de 2013

Rear Window

Estar atado a una cama es casi no tener vida. Jorge lo siente así desde el accidente. Una paraplejia traumática lo tiene en ese estado desde hace tres meses. Despierta por las mañanas, normalmente a la misma hora —cosas del cuerpo humano, que se habitúa a unos horarios—. Oprime el botón del pulsador y a los pocos minutos, la sonriente Graciela viene a desearle los buenos días.

—¿Cómo amaneció hoy lo más lindo de la casa? —pregunta melosa, al tiempo que sube la persiana y deja que la luz dé vida al cuarto.

Se mueve con eficiencia de enfermera, sacando a Jorge de la cama con agilidad, y da pie a la rutina matinal. Lo sienta en la silla de ruedas especial para el baño y lo deja un rato en su intimidad, mientras ella abre la ventana para ventilar la habitación y hacer la cama. Recupera a su paciente, y vuelve a meterlo en la cama, sin parar de hablar y decirle la buena cara que tiene hoy, preguntándole por sus preferencias para el desayuno. Se escabulle hacia la cocina y regresa poco después con una apetitosa bandeja. Jorge se bebe de tirón el zumo de naranja, pero no tiene hambre y juguetea con el resto de la comida en el plato ante la reprobadora mirada de Gabriela. Sabe que empieza su tortura, otro día más, igual que el anterior y que el siguiente.

Varias veces al día Gabriela le cambia de postura, de la cama al sillón o a la silla de ruedas y viceversa, y dos veces al día, se encarga de ejercitar los músculos de sus brazos y piernas, mientras Jorge se deja hacer sin muchos ánimos. Desde hace quince días, también es parte de su vida Carlos, con quien tiene sesión especial diaria, para empezar los ejercicios de bipedestación. Es muy duro, odia las barras paralelas y verse incapaz de mantenerse de pie. Los médicos le dijeron que no era una lesión irreversible, y tras una conversación muy seria con Carlos parece haberse mentalizado de que cualquier progreso depende de él, e intenta llevarlo mejor, aunque se lamenta de su estado mil veces al día y rompe a llorar de desesperación e impotencia ante él alguna vez.

Y así, la rutina se sucede cada día, salpicada por los ratos de descanso que Jorge rellena como puede: lee, ve la tele, escucha música, deja que el sueño lo venza echando siestas gatunas, come, vuelve a leer o a ver la tele, y así, con leves variaciones, hasta el momento antes de cenar, en que Gabriela lo baña, lo hidrata y vigila en su piel la aparición de úlceras por el sedentarismo y el decúbito prolongados. Sus lunes no se diferencian de sus viernes ni de sus domingos. Cada día lo llena el mismo ciclo rutinario, roto cada dos semanas por la ansiada visita de su hermana Lala, que se deja caer para contarle las novedades en la empresa familiar, algún chisme de algún conocido, anécdotas que protagoniza a menudo, hacerle muchos mimos y al cabo de tres horas de reloj, huir de nuevo hacia su atropellada vida, llena de eventos de toda índole. No es de extrañar que siga soltera, pues no para quieta un momento el tiempo suficiente como para consolidar un amago de relación. Jorge la adora. Siempre le hace reír, y sabe que es casi un lujo contar con que tenga un hueco para él en su apretada agenda, pero es que la debilidad de Lala es su hermano mayor, siempre lo fue, y más aún desde el accidente que lo dejó postrado en cama.

Una de esas monótonas mañanas, Jorge lee sentado en el sillón cerca del ventanal. No le convence mucho la novela, y está tentado de abandonarla y seleccionar otra de entre su colección de ebooks cuando vuelve la vista hacia la ventana. En ese momento la ve. Es una chica haciendo yoga en el edificio de enfrente, al otro lado de la calle, a unos 15 metros. Su piso está a una altura un poco menor, y Jorge la observa desde arriba, mientras ella está concentrada en las posturas y no se percata de él. Ve cómo termina su sesión de ejercicios y estiramientos, y desaparece del salón. Jorge sigue con su mirada la fachada, intentando adivinar cuáles de las ventanas pertenecen a su piso, queriendo imaginarlo y delimitarlo. Ve su silueta en otra ventana grande, a la derecha del salón. El dormitorio, piensa Jorge, pues se acerca a correr las cortinas, seguramente para ducharse y cambiarse de ropa. Deduce que la pequeña ventana entre salón y dormitorio corresponde al baño, y que la pequeña terraza a la izquierda del salón debe ser de la cocina. A los pocos minutos reaparece la chica con ropa cómoda, pero ya se ha despojado de las mallas. El gran ventanal de su salón le permite seguir sus movimientos. Ve cómo se sienta en el sofá y abre su portátil, cuando Gabriela entra para reintegrarlo a la cama y empezar la tanda de ejercicios. Él se da cuenta de que llevaba un buen rato mirándola como bobo, sin hacer nada más. Mientras Gabriela mueve sus piernas, Jorge, inquieto, siente que está deseando volver a asomarse.

From the famous suspense film Rear Window (1954) directed by Hitchcock

Pasan los días y, sin darse cuenta, ha incorporado a su rutina la ventana indiscreta. Se ha convertido en su momento mágico y cada día aprovecha la mínima oportunidad para estar en el sillón o en la silla de ruedas y poder atisbar. Disfruta de esos instantes en que, poco a poco, va conociendo las rutinas de la chica rubia. Sus ejercicios de yoga; sus ratos de trabajo ante un portátil, concentrada; sus salidas a media mañana hasta la hora de comer. Pero también la ve repantigarse en el sofá para ver la tele, trastear en la cocina, hablar por teléfono o recibir algunas visitas de amigos. Cuando sale a la calle, espera ansioso su vuelta, y a veces hasta cree adivinar si se trataba de salir a hacer la compra, a correr un rato, o a encontrarse con amigos. Es como si la conociera. Incluso en esos momentos en que a veces corre las cortinas por un rato, Jorge la imagina masturbándose en el inmenso sofá. Casi se sabe al dedillo sus horarios de tanto observarla. No se siente ni un espía ni un voyeur, pero es de sus pocas distracciones y se resiste a abandonarla.

Tal vez sea ella quien, sin sospecharlo, ha influido en que Jorge esté más animado, de mejor humor, volcado con ilusión en las duras sesiones con Carlos, deseando mejorar. Empieza a ver caminar como algo posible, y celebra cada pequeño progreso. Gabriela también se ha percatado del cambio operado en él, e intuye que se debe a la linda chica del edificio de enfrente. Se despierta contento, le encantan las mañanas. Gabriela ya no tiene que forzarle a comer, pues devora el desayuno con apetito, y ve feliz cómo mejora su paciente, que hasta ha consentido algunos días en salir a pasear a la calle en la silla de ruedas.

Justamente al volver a casa tras uno de esos paseos, descubre que van a hacer obras en el edificio de enfrente. Ya están colocando un andamio, al que cubrirá una tela especial hasta la finalización del remozado de la fachada, que llevará más de un mes. No habrá manera de poder ver a su musa. Tras unas semanas de mejoría y sonrisas, se le nubla el semblante y se siente hundido. Pasa el resto del día con la mirada triste, sin querer acercarse a la ventana, sin querer probar la comida. Los siguientes días no mejora y es renuente a salir. Gabriela y Carlos intentan animarle, intentan hacerle ver que un retroceso ahora sería lamentable, pero él no quiere escucharles. Incluso Lala le nota especialmente abatido cuando va a verle ese fin de semana. Ella, que logra iluminarle la cara casi solo con decirle que va, ve que sus esfuerzos por animarle son en vano, y se marcha preocupada por verle tan triste.

Pasan los días, y aunque su ánimo sigue bajo, al menos parece poner algo más de empeño en los ejercicios de rehabilitación, pero como le dice Carlos, lo principal es la actitud, y ser positivo, y Jorge últimamente es todo lo contrario.

—Don Jorge, tiene una visita —pregunta Gabriela una tarde.

—¿Quién es? No quiero ver a nadie. No me encuentro bien —contesta con voz apagada y cara de pocos amigos.

Sin que pueda evitarlo, una cabeza rubia iluminada por una espectacular sonrisa, asoma por la puerta.

—¡Hola, Jorge! Me llamo Laura y... vengo a ayudarte. Me topé con Gabriela en el supermercado, me habló de ti, y me interesa tu caso —dijo sin que Jorge pudiera intercalar un pero—. ¿Sabías que el yoga es fantástico para ayudarte en la recuperación? Yo doy clases de yoga y...

Jorge no se lo creía. ¡Era la chica del edificio de enfrente! Aunque reacio y cohibido al principio por no querer ser objeto de lástima para nadie, Laura era como un soplo de aire fresco, su sonrisa desarmaba a cualquiera, y en contra de su primer rechazo, disfrutó de su compañía toda la tarde, mientras hablaban de yoga, de cine, de poesía y de innumerables temas que descubrieron tener en común.

Esa noche, justo después de cenar, sonó el teléfono. Sabía que era su querida hermana antes de ver su cara en el móvil.

—Eres una brujita encantadora, Lala. Esto tiene tu sello —le dijo nada más contestar.

—No sé de qué me estás hablando, hermanito —fingió ella.

Pero su tono la traicionaba. Jorge la conocía demasiado bien e imaginaba a su hermana casi dando saltitos de alegría según le contaba la visita que había recibido y su resultado.

—Te quiero, pequeñaja. Hasta el infinito ¡y más allá!

—Hasta el infinito ¡y más allá!


Tengo que dar las gracias a Ana, por su soporte en los temas médicos y de cuidado a pacientes de este tipo, y por su paciencia respondiendo a mis preguntas