martes, 28 de mayo de 2013

The Mission

Me giré al escuchar sus pasos. Sabía que era ella. Llevaba esperándola ya un rato, pero cuando su imagen llenó mi campo de visión, no pude evitar abrir la boca como un idiota. Mi mandíbula se descolgó al contemplar el cambio tan radical que había sufrido. No daba crédito. Cerré la boca, mientras ella avanzaba hacia mí y yo buscaba en lo más recóndito de mi cerebro las palabras adecuadas. Me sorprendió verla tan demacrada, con profundas ojeras, vestida con ropas que caían sobre su cuerpo como si fuera una pobre escoba. La triste sonrisa que esbozó al mirarme, dejó entrever unos dientes estropeados, y no logró iluminar su rostro como siempre ocurría. ¡Cómo podía haber cambiado tanto en solo unos días! Estuvimos juntos toda la semana anterior, disfrutando de la escapada al desierto de Atacama. Ella adoraba aquel lugar. Era su lugar favorito y procuraba escapar allí cuando podía, para disfrutar de la belleza de la naturaleza en su lado menos obvio. Bañar su cuerpo en las aguas cálidas de las termas, reflejar el azul de sus ojos en las aguas de los lagos altiplánicos, saciarse con las increíbles vistas del Valle de la Luna, sentada al borde de la gran duna con los pies colgando, mientras el anciano volcán Licancabur coronaba el contorno andino, bañado por los cielos de color rosa al atardecer.
 
Sí, no hacía ni una semana que habíamos vuelto. Allí atrajo todas las miradas, su belleza jamás pasaba desapercibida. Su cuerpo, fibroso y voluptuoso, dotado de una elegancia innata, recorría la calle principal de San Pedro de Atacama como si fuera parte de un paisaje que le perteneciera. Sus ojos azul profundo competían con el lapislázuli que los artesanos engarzaban en pendientes, anillos y colgantes. Su boca, grande, de labios gruesos, hacía que uno se preguntara siempre por la definición de beso. La mujer que tenía ante mí no era ni la sombra de todo esto.

Volcán Licancabur visto desde el Valle de la Luna
 
—Lía, cielo… ¿q.. qué te ha pasado?, apenas te reconozco —dije con un hilo de voz.
 
—Hola, Mark —hasta su voz parecía diferente, había abandonado la musicalidad que le era propia—. He venido a despedirme y a contarte quién soy en realidad.
 
Quedé casi mudo y en shock al oírlo.
 
—Sé que eres tú. Aun tristes y apagados, tus ojos te delatan, pero… mi amor, no entiendo nada —logré articular.
 
—Lo sé. Por eso vengo a explicarte.
 
Me cogió de la mano, me llevó hacia el ventanal y salimos al porche. Nos sentamos en el sofá de mimbre, con el mar ante nosotros. El calor de la tarde se sentía a pesar de la leve brisa.
 
Me miró dulcemente, pidiendo perdón y comprensión con la mirada, y empezó a hablar.
 
—Mi nombre real es Nauhirel y nací en un planeta muy lejano llamado Myrthan. Atacama me lo recuerda. Os vengo observando y cuidando en vuestra bola azul desde niña. Llegué aquí hace ya diez años. Se cumplen hoy, en realidad —empezó a contarme, con la vista anclada en el cielo, como si buscara en él su hogar—. La forma que ves… bueno, la que conociste… era temporal. Tenemos la habilidad de crear la forma que nos represente mientras dure nuestra estancia, pero ésta es finita, y no puede sobrepasar los diez años, momento en que la forma elegida se degrada y descompone, y nuestra… ¿cómo decirlo?... esencia creo que es la palabra adecuada, se separa de la forma y se diluye en el Universo, llegando de nuevo a Myrthan.
 
Hizo una pausa. Tenía la boca seca.
 
—Aquí he visto el odio, la guerra, la prepotencia, la locura, la intolerancia, la maldad en estado puro. Pero he aprendido mucho —prosiguió, acariciando mi mano—, especialmente gracias a ti. Me has enseñado cosas tan valiosas que no pueden ser mensuradas, como la amistad, el compromiso, la fe, el arte, la pasión, la gratitud, el amor… Todas ellas desconocidas para mí cuando vine. De todo he sacado una enseñanza que llevarme a mi mundo. Esa era mi misión y ya acaba. Pero, —dijo abrazándome—, no llores, amor… No me hagas irme triste.
 
—¿Cómo quieres que esté? Descubrir de pronto esta dolorosa verdad que te alejará de mí…
 
—Lo entiendo, pero no podía revelarlo hasta el final. Necesito irme en paz. Te quiero.
 
Puso un dedo en mis labios para silenciar lo que mis lágrimas ya decían. Se levantó y echó a andar hacia el mar, a disolverse en el agua.
 
Cerré los ojos, incapaz de seguir mirando.




Nota: Post escrito para la Escena 9 propuesta por Literautas, que debía ser narrada en primera persona, y debía empezar con la frase "Me giré al escuchar sus pasos" y finalizar con "Cerré los ojos, incapaz de seguir mirando". En la historia aparece Nauhirel, quien hizo su aparición en un post doble que escribí el año pasado, y que os invito a curiosear desde aquí. Como siempre, si queréis pasar un rato agradable leyendo la variedad de historias a las que da pie la escena propuesta, os invito a hacerlo pinchando aquí.
 

miércoles, 1 de mayo de 2013

Nighthawks

Y llegó el día esperado. Hoy por fin conocería a Jack, con quien llevaba carteándose ya tres meses. Cuando Kate aceptó el trabajo y se mudó a New York, no sospechaba que le resultaría tan difícil conocer a alguien, por ello, se decidió a poner el anuncio en la sección de contactos del periódico. Fueron varios los que le escribieron, pero tras unas semanas de correspondencia con algunos de ellos, sólo Jack pasó el filtro. Semanalmente, Kate iba a la oficina de correos, donde había contratado un apartado postal para no desvelar su identidad, y leía feliz las líneas recibidas cuando llegaba a casa. Mil veces estuvo tentada de abrir la carta allí mismo, pero se resistía y esperaba a saborear el momento relajada, sentada en el alféizar de la ventana, mientras tomaba un té helado y dejaba vagar su mirada ilusionada sobre el río Hudson. Aunque él propuso un intercambio de fotos, ella era reacia, y prefería verle en persona. Para no prolongar más la incertidumbre, finalmente hoy se verían las caras.

En la oficina, en un estado de nerviosismo feliz, la mente de Kate retozaba en el azul del cielo saltando de nube en nube, sus ojos se mostraban soñadores y su boca exhibía la sonrisa de quien guarda un secreto. La jornada parecía interminable, pero tocó a su fin. Más tranquila en casa, intentó relajarse con el sonido del último disco que había comprado. La voz de Sinatra cantando Begin The Beguine impregnaba el ambiente. Se sentía romántica, danzaba de puntillas girando por el salón con un almohadón del sofá, que dejó caer camino del dormitorio. Debía empezar a arreglarse y preparó con esmero las prendas elegidas para el encuentro: el vestido de manga francesa y falda evaseé, sus zapatos negros de tacón, un bolso de mano y... violetas para el pelo. Ese fue el detalle elegido para que Jack la reconociera. Él, por su parte, llevaría una corbata violeta.
 
Kate se vistió, mientras su imaginación intentaba poner rostro a aquel a quien ya creía conocer a través de las cartas. Se recogió la melena pelirroja, colocando las violetas con gracia, se puso carmín en los labios, unas gotas de perfume en su largo cuello y en las muñecas, y se miró satisfecha. Salió de casa flotando y paró un taxi, indicándole el bar de Little Italy donde habían quedado, normalmente muy concurrido los viernes noche.
 
Ilusionada, llegó puntual al bullicioso bar. Lanzando miradas en busca del esperado color violeta, se dirigió hacia el fondo, y encontró un hueco junto a la barra. Desde ahí veía bien la entrada, y se sintió segura. No había ni rastro del que pudiera ser Jack. Pidió un refresco y esperó, desoyendo los piropos que algún joven le brindaba, deseoso de trabar conversación. Ella permanecía atenta a la puerta del bar, mientras las parejas entraban y salían riendo. Acabó el refresco, y pidió otro. Kate esperó y esperó, y ya harta, decidió marcharse y no ser la boba a la que habían dado plantón. Abriéndose paso, aturdida entre parejas demasiado sonrientes para su estado de ánimo, fue arrasada por un hombre que salía tras ella como una tromba. Cayó al suelo sin poder evitarlo y se torció el tobillo. Se levantó como pudo, buscando su bolso, que había escapado de su mano en la caída. Lo vio, lo agarró y salió furiosa de allí.
 
"¡Menuda idiota crédula!", pensó. ¡Se había hecho tantas ilusiones! Se alejó caminando, todo lo digna que pudo, pero varias manzanas después las lágrimas caían, imparables. Al abrir el bolso para sacar un pañuelo, descubrió que le faltaba la cartera. Debió de salir del bolso en la caída. Desechó la idea de volver al bar. Se había alejado bastante y, probablemente, ya no estaría allí. Abandonó la idea de tomar un taxi y se resignó a caminar hasta el Greenwich Village, su barrio. Tras recorrer varias cuadras el tobillo le ardía, y recordó vagamente haber visto un par de dólares en un bolsillito interior del bolso... Rebuscó, rebuscó... y ¡ahí estaban! Realmente necesitaba una pausa, e intuía que también algo más fuerte que un refresco. Entró resuelta en un diner que hacía esquina.
 

Nighthawks, Edward Hopper (1942)
Estaba casi vacío. Había una pareja al fondo medio discutiendo, un hombre cabizbajo en un lateral y un afable camarero. Pidió un bourbon y, enfadada, se quitó las violetas del pelo y se concentró en sus pensamientos.
 
Al poco rato, el hombre cabizbajo pidió la cuenta y sacó la cartera para pagar.
 
—¡Eh! ¡Esa es mi cartera! —dijo Kate al verla.
 
Él la ignoró, deslizando un billete al camarero.
 
—¿No me ha oído? —dijo yendo hacia él—. Compruebe la documentación, y las fotos. Es mía, ¡sin duda! —siguió Kate, creyendo de pronto visualizar una americana y un sombrero similares en su caída—. Usted, usted estaba allí..., usted…
 
—¡Amigo!, ya ha oído a la señorita —gritó el joven del fondo—. Devuélvasela si no quiere problemas.
 
—Ah, ¿sí? ¿Qué clase de problemas? —preguntó socarrón.
 
Por toda respuesta, el joven abrió la chaqueta un poco, dejando ver una placa de policía. El hombre cabizbajo, reconsiderando su postura, se levantó, dejó la cartera junto a Kate y salió del diner con cierta prisa, murmurando unas disculpas.
 
Kate la cogió, sin intentar comprender. No quería pensar. Viendo que no era su noche, pagó y se largó, caminando despacio y cojeando por culpa del tobillo, que para entonces ya estaba hinchado.
 
No bien había doblado la esquina, entró un joven al diner.
 
—Hombre… ¡Jack! ¿Qué tal? —saludó la mujer encendiendo un cigarrillo.
 
—¡Hola, chicos! ¡Vaya nochecita! —dijo acercando el whisky que ya le tendía el camarero—. ¡Llegué demasiado tarde!
 
Les contó lo ilusionado que había estado toda la semana porque por fin llegara el viernes. ¡Sentía que iba a conocer a su futura mujer!, pues tras meses de correspondencia con la maravillosa Kate, se sentía enamorado. Había salido con tiempo suficiente para la cita, incluso para ir caminando hasta el bar, pero, tal vez por llegar algo más relajado, decidió parar un taxi. Y ahí estaba él, tan abstraído imaginando cuáles serían sus primeras palabras en cuanto se vieran, que el sonido del claxon le hizo dar un respingo. Tardó en comprender que algo no iba bien. Estaban detenidos en un semáforo y el taxista había caído desmayado sobre el volante. Jack movió su brazo desde el asiento trasero, zarandeándolo un poco, pero al ver que no reaccionaba, salió del taxi con rapidez, e intentó reanimarlo. No sabía nada de primeros auxilios, pero pudo comprobar que respiraba y decidió que lo mejor era llevarlo a un hospital a toda prisa. Colocó al taxista con sumo cuidado en el asiento trasero, y condujo él mismo hacia el hospital más cercano lo más rápido que pudo. Llegó a urgencias e hizo los trámites con la agilidad que su mente —que escapaba a la imagen de una linda chica esperando a encontrarse con él— le permitió. Pero no podía dejarlo allí sin más, y esperó hasta saber que había sufrido un infarto, que estaba controlado y que se pondría bien.
 
—¡En fin! Tal vez sea cosa del destino y no deba conocerla —dijo finalizando su relato de los hechos con el gesto abatido—. Cuando finalmente llegué al bar, seguía abarrotado, pero por más que miré, no había ni rastro de la chica que debía llevar una violeta... ¡como ésa! —exclamó sorprendido al verla sobre la barra.
 
Quitándose unos a otros la palabra, le contaron atropelladamente que la llevaba en el pelo una joven pelirroja, que salió justo antes de entrar él.
 
—¡Corre, muchacho! ¡Es ella sin duda! —dijo el camarero, agarrándole del brazo—. No pierdas tiempo. Salió cojeando y no andará muy lejos.
 
Jack se levantó raudo y, recordando que no había pagado, se detuvo en la puerta un instante, al tiempo que el poli duro del fondo, cigarrillo en mano, decía con media sonrisa:
 
—¡Ve tras ella, idiota!, que ya pago yo. No puedo resistirme a una buena historia de amor cuando la tengo delante.
 


Nota: Post escrito para la Escena 8 propuesta por Literautas, que debía basarse en el famoso cuadro Nighthawks de Hopper. Intenté centrarme en Manhattan en los años 40, época en que se pintó el cuadro. Me quedé con ganas de ampliar un poco el que envié inicialmente y que titulé Violets, entre otras cosas para dejar ver algo más de Jack, como apuntó alguien en los comentarios que recibí. Y me gustó la idea que me dio mi compi Raúl con respecto a quién decía la última frase. Esta vez la participación aumentó, y os invito a leer el resto de las escenas escritas por el resto de participantes aquí.