jueves, 3 de septiembre de 2015

Soothing Sunset

—¡Hola! ¿Te importa si me siento aquí?
 
No me apetecía contestar, pero notaba sus ojos fijos en mí y los segundos pasaban.
 
—No —dije finalmente.
 
—¿Seguro? Según me sentaba me pareció intuir un gesto de fastidio por el rabillo del ojo.
 
Me volví hacia ella con una mirada de esas de clavar a la gente en el sitio.
 
—Pues veo que confías poco en tus intuiciones porque, a pesar de ello, te has sentado. Es más, lanzaste la pregunta estando ya casi sentada, con lo que no sé si pensabas levantarte en caso de haberte dicho que sí me importaba.

Ella no dijo nada, probablemente atónita tras una respuesta tan poco polite. Hice una pausa pensativo y proseguí.

—Yo estaba aquí tan tranquilo, a mi puta bola, tan jodidamente a gusto, y no entraba en mis planes tener ninguna conversación en estos momentos pero, ya que me diste pie, te diré que nunca entenderé por qué la gente hace estas cosas, por qué esa absurda necesidad de pegarse a otro. Lo mismo pasa en la playa. Tú llegas a una playa enorme y vacía, pones tu toalla, te tumbas a disfrutar del mar, del Sol, de la tranquilidad... Pues no. El Universo tiene otros planes para ti, porque a los pocos minutos ves venir a una pareja que, o mucho te equivocas, o viene directa justamente hacia ti, como si les guiará un GPS. ¡Zas!, ¡ahí los tienes! A menos de tres metros se descalzan y plantan sus toallas, felices y contentos, ignorando tu cara de incredulidad y fastidio. Actúan como si fuera la cosa más normal del mundo, como si el hecho de ponerse, ¡qué sé yo!, a cincuenta putos metros, fuera una situación peligrosa, no fuera a ser que necesitaran ayuda de un ser humano y no hubiera ninguno cerca. No, no. Tan lejos no. Vamos a pegarnos a ese chico. Así, si entramos a darnos un baño y nos ataca el tibupulpo podrá alertar a alguien, ¡o hasta socorrernos! —hice una pausa y proseguí—. Que cuando se trata de aparcar el coche en un parking casi vacío puedo entender que lo pongas cerca de otros por, digamos, ¿seguridad? No sé. Total, los coches van a estar calladitos. Pero, ¿en la playa? ¿En serio? Pues esto es igual, bonita. Teniendo metros y metros de paseo marítimo, y bancos y bancos vacíos que ocupar, eliges este en el que estoy yo. En fin...
 
Ella escuchó cada palabra atentamente, acompañando mi discurso de un despliegue de expresividad facial completo, adecuado a lo que decía yo en cada momento: elevaba la ceja izquierda, fruncía el ceño, contenía una sonrisa, torcía el gesto, juntaba los labios en modo protesta... Al fin, cuando callé, tomó la palabra.
 
—¡Vaya! ¡Menuda verborrea para alguien que no pretendía conversar! Me has soltado todo un monólogo —replicó sin perder la sonrisa. Muchas gracias por permitirme sentarme en este banco que, sí, a diferencia de bastantes otros ya tenía ocupante, tienes toda la razón. Lo que tú no sabes es que, a diferencia del resto, este es mi banco favorito. Veraneo aquí todos los años, y vengo aquí cada tarde desde el primer día de vacaciones hasta el último, y me siento a mirar el horizonte hasta que se esconde el Sol.

Sunset at Sea by Jan-Pieter Nap

Era inconcebible no sentirse un ser despreciable por haber soltado la charla que vomité sobre criatura tan... tan... ¿angelical?, porque tras explicarme que siempre elegía ese banco, continuó así:
 
—Sospecho que has debido tener un día bastante feo, ¿me equivoco? Destilas mal humor por cada poro. Lo creas o no, soy muy buena escuchando —lo dijo con tal limpieza en la mirada que no pude por menos que creerla—. Si quieres me lo cuentas mientras lanzamos la vista relajada al horizonte, miramos el mar y dejamos que nos arrulle su murmullo de fondo. ¡Anda!, —dijo dándome un golpecito en la rodilla—, que te va a venir bien desahogarte, ya verás. Yo, por mi parte, te invito a que seas mi compañía en la puesta de Sol. ¿Te apetece? 

Mi respuesta fue una sonrisa, una de las de verdad. No recuerdo cuánto llevaba sin sonreír así, pero me hizo bien. Me sentí de repente aliviado, afortunado de haberme sentado en ese banco de entre los muchos que poblaban el paseo y de tenerla ahora a mi lado. No pedía nada más que vivir el momento presente y ver al Sol jugando al escondite. Acepté su propuesta asintiendo y volví la mirada al mar.
 
—Es precioso, la verdad —murmuré aún un poco azorado por mi estupidez.
 
—Lo es —dijo dándome la mano—. Gracias por compartirlo conmigo.