Hundí la mano en mi pecho y arranqué con precisión quirúrgica la parte de mi corazón que te dedicaba. Ya no era roja y brillante, había perdido su lustre a golpe de discusión y desconfianza. Se había ido llenando de inquina y odio y me dije "¡Basta ya!". De no actuar rápido, corría el peligro de contagiar su negrura al resto y tenía que evitarlo como fuera. Aunque con miedo, actué sin dudarlo y me llevé un gran pedazo. Tras deshacerme de él, mi corazón quedó chiquitito y muy débil. Era tan solo una pobre sombra de lo que fue. Su latido era apenas perceptible. Necesitaba fortalecerlo y curarlo cuanto antes. Me lancé a alimentarlo con la pasión por las pequeñas cosas de la vida, esas a las que no prestamos mucha atención y que pasan desapercibidas junto a nosotros. A pesar de mis dudas iniciales, no me resultó difícil y al cabo de una semana mi corazón ya tenía mejor cara, y al mes cumplido, era casi continuo su vibrar por lo que me rodeaba. Siempre percibía algo que lo llenaba de alegría y lo fortalecía: un cielo azul limpio al abrir la ventana, una palabra reconfortante en un mensaje de voz, una sonrisa inesperada al pedir un café, una melodía maravillosa en un pasillo del metro, el guiño de la pícara Luna al llegar a casa... Eran pequeñeces, nimiedades podrás pensar, pero mi corazón engordó, engordó y engordó. Ahora su latido vuelve a ser fuerte y ha recuperado su ritmo. Pum pum, pum pum, pum pum...