Despertó. Aún estaba algo oscuro. Ordenó su mente mientras tomaba conciencia de su cuerpo y de dónde estaba. Se había acostado llorando, pero ahora, al recordar, sonreía. Se levantó animada y decidida, sin borrar esa sonrisa de su rostro. Se dirigió así, desnuda como estaba, hacia la terraza que daba a la piscina. La puerta corredera estaba abierta. Vio abandonada en la mecedora su fina camisola blanca, y se la puso, sin prestar demasiada atención y sin perder tiempo en abotonarla. No hacía frío, pero notaba una ligera brisa. Atravesó la piscina para llegar a la playa, y rodeó las hamacas y sombrillas de paja para dirigirse al mar.
No había nadie, ni un alma. Todos dormían. La arena, la más fina y suave que jamás hubiera pisado, la recibía aún fría. Sus pies se deslizaban familiares por ella. Siguió avanzando en línea recta. El sol empezaba a dejar entrever su presencia, asiendo el horizonte con sus manitas y asomando tímido al fondo su cresta, como pidiendo permiso para salir. Ya pisaba arena húmeda, y sus pies debían estar dibujando nítidamente sus pisadas, pero no se volvió a comprobarlo. Una gaviota pasó volando para darle los buenos días con un graznido. Con gesto indolente se despojó de la camisola, dejándola caer, y la adivinó aterrizando como una pluma, etérea, sobre la playa. Siguió, sin volverse a mirar. El agua lamía casi sus pies, pero no se paró.
Entró decidida al mar, tranquila, avanzando, sin mirar atrás para ver el camino que intuía dibujado desde su bungalow hasta ella. El agua estaba fría, pero no daba impresión. Siguió en línea recta, adentrándose sonriente. Ya le cubría hasta los muslos, y en su caminar, sus manos jugaban con el agua, dejándola deslizarse entre sus dedos. Cogió aire y se zambulló, y sumergida, sus ojos verdes quisieron ser testigos. El sol hacía su trabajo, y la claridad que proporcionaba junto a la transparencia del agua, permitían ver los pequeños seres vivos que buceaban a su lado. Se impulsaba con brazos y piernas sin perder la sonrisa. Se sentía feliz y plena. Se impulsó de nuevo hacia la superficie y asomó la cabeza. Boqueó en busca de aire y llenó sus pulmones. Y gritó ¡sí!… ¡Sí!, repitió… ¡Sí!, ¡sí!, ¡sííí!, ¡síííí!… Notaba su cuerpo vibrante, lleno de energía. Se dejó flotar sobre la superficie, con los brazos en cruz, como descansando en una gran cama de agua, sintiéndose acunada por el mar. Estuvo así unos minutos, ahora abriendo los ojos, ahora cerrándolos. Suspiró, como anunciando el final de la resolución tomada, y puso rumbo a la orilla. Llegó nadando a braza hasta donde ya hacía pie, y se irguió para salir caminando, empujada brevemente por alguna ola caprichosa.
Ya en la orilla, comprobó que el agua había borrado sus huellas sobre la arena mojada. Su camisola aparecía desmadejada. No la recogió. Quedaba ahí como testigo de que tuvo una vida que terminó, y ahora daba comienzo otra. La sal escuece, pero cura las heridas. Ella había entrado a curar su alma, a decir adiós al dolor y a dejar de luchar por aquello en lo que no creía y que no sentía. Había reencarnado su alma en vida, y un nuevo camino se abría ante ella. Habría piedras, seguro, pero ahora sabía que tenía la energía suficiente para apartarlas, porque su voluntad se había fortalecido. Where there’s a will, there’s a way...
Siguió decidida hacia el bungalow, deseosa de disfrutar de la primera ducha de su nueva vida…
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