Aunque era sábado, me levanté a las 7:30 am. Es una hora temprana para un día en que no te ves obligada a madrugar, pero, como venía haciendo desde hace meses, me había propuesto hacer ejercicio todos los sábados sin excusa y hasta ahora no había fallado ni uno solo, aunque me hubiera acostado tardísimo con alguna copa de más. Me di una ducha rápida para despejarme, me vestí rápido y tomé un desayuno ligero, pero para mí necesario, por aquello de cargar las pilas antes de hacer un esfuerzo físico. Agarré las llaves de casa, mi móvil y los cascos, y salí a la calle.
Siempre camino hasta el parque, a unos 3 Km. de mi casa, y así lo hice esta mañana. Voy a buen paso, escuchando música, y de tanto en tanto, recuerdo apretar los glúteos y abdomen mientras camino, aunque al poco se me olvida. Cuando llego al parque suelo cambiar el paso y me pongo a correr un rato, y eso que no soy de correr nada. Siempre he pensado que es mucho mejor ejercicio el caminar que el correr, más efectivo y menos cansado, pero decidí dar un poco de variación a mis mañanas deportivas. Trotaba en plena carrera, feliz y con la música a toda pastilla, y tan distraída iba que no vi a la fiera que se acercaba parque a través. Era un perro enoooorme. No me preguntéis la raza, porque de esas cosas no entiendo, pero de alguna de esas de bicharracos tremendos y con cara de malas pulgas, aunque si yo fuera pulga, no vivía en semejante huésped ni de coña marinera. Debía haber escapado de su dueño en pos de alguna cosa más interesante a lo que éste le ofreciera, y arrastraba tras de sí la correa, colgando sin humano alguno agarrado a ella. En mi trotar ajeno a estos eventos, el mastodonte se me cruzó por delante a medio metro, y mi zancada tropezó con la culebreante correa, haciéndome aterrizar de bruces en el camino, justo en la zona con más piedrecitas asesinas. Y se ve que no era mi día, porque para terminar de aderezar la ensalada de eventos, estrené un lindo charco que se había formado al borde de una zona con césped, procedente seguramente del sistema de riego. ¡Genial! Barro en cabeza, cara y parte delantera de la camiseta, los cascos haciendo gluglú en el charco, un rasguño en la rodilla derecha, que asomaba bajo el siete que le hice al pantalón de deporte y, para terminar, un bonito par de codos pelados y heridos por la caída. Y aún doy gracias porque mi instinto me hiciera frenar con los codos, que si no, la herida habría sido estampada directamente en la cara. Me levanté como pude, y empecé a comprobar si estaba entera. Al parecer sí, aunque al apartarme para sentarme un momento en la pradera, vi que cojeaba.
En ese momento en que tenía, un poco por encima de la cabeza, la típica nube de bocadillo de los cómics, en que salen rayos, truenos, centellas y bombas, se me acercó un chico con cara de preocupación:
—¿Estás bien? —me dijo—. Lo he visto desde lejos. Grité para advertirte, pero al parecer no lo escuchaste con los cascos puestos.
—Eeehhm… —¡Dios mío!, ¿quién es este buenorro y de dónde sale?—. Ssssí, gracias, más o menos… Un poco magullada y sucia, pero creo que viviré para contarlo. ¿Es tuya esa fiera?
—¿Goliath? ¡No!, ni loco tendría un bicho así. Se comería el sofá de mi apartamento si viviera en casa. Es de un amigo, que me ha pedido que se lo cuide esta semana porque está fuera. Y ya has visto, me trae loco, porque no me hace caso y escapa a correr a su antojo. A pesar de lo grande que lo ves es un cachorro, y sólo quiere jugar.
—Ya, ¡qué majo el perrito miope que casi me atropella! —dije con sorna pero de buen rollo.
—¡Jajaja! Por mi parte encantado de que se haya tropezado contigo, porque así tengo excusa para invitarte a un café o lo que quieras, es lo menos que puedo hacer, aunque antes he de recuperar a Goliath. Creo que sé dónde ha ido. Si estás por aquí vuelvo en cinco minutos y echo un vistazo a ese codo y a tu rodilla. Te está saliendo mucha sangre y he visto que cojeabas. Soy médico.
—Pues se me han quitado las ganas de hacer más deporte por hoy, pero me han entrado muchas de lavarme la cara un poco. Yo voy al bar de allí enfrente, a despotricar sobre los perros locos de este mundo. Si quieres, cuando recuperes a la bestia, nos vemos allí.
—Perfecto. Dame cinco minutos.
Me fui directa al bar como dije. Si el cuidador de perros buenorro venía, genial; si no, él se lo perdía. No tenía el cuerpo para tonterías en ese instante, y de verdad necesitaba lavarme la cara y las manos, y hasta meter la rodilla bajo el grifo del lavabo. Hecho eso, creo que una cervecita sería la justa y merecida recompensa. Entré al baño del bar como una flecha, y creo que el camarero a punto estuvo de decirme algo, pero me vio el careto lleno de barro y de gesto de pocos amigos y se abstuvo mucho de emitir sonido alguno. No me llevó más de un par de minutos adecentarme un poco. Me recogí el pelo en una coleta alta, lavé cara y manos, y las heridas de codos y rodilla. La verdad es que me dolía la pierna, y el codo derecho seguía sangrando. Me enrollé papel higiénico a modo de venda y salí con mucha mejor cara y hasta con una sonrisa. Pedí una cañita helada y dije que me la sacaran a la terraza, donde tomé asiento al sol, que de momento no era demasiado molesto.
Uno de los camareros me sacó la cerveza y un platito con aceitunas, lo cual me hizo brotar una sonrisa que le dediqué, feliz de la vida. Adoro que me pongan aceitunas. Sólo había dado un sorbo cuando vi venir al cuidador y al bicho. Parecía haber tomado las riendas de la situación, y no era arrastrado por Goliath. Cruzó la calle y en dos zancadas se pusieron en mi rincón.
—A ese déjalo retirado de mí, o no respondo. Y si lo atas, más vale que no sea ni a la mesa ni a la sombrilla, que como eche a correr, desmonta el chiringuito.
—Tranquila, no te preocupes, que ya no se escapa, ¿verdad, Goliath? —añadió mirando al perro, y volviéndose al camarero—. Otra caña, por favor.
La verdad es que parecía un chucho simpático, pero a mí eso de los lametones y las babazas como que me gusta poco, así que me quedé mucho más tranquila cuando lo ató al árbol que teníamos a un par de metros.
—Bueno, con todo el alboroto al final ni me presenté. Me llamo Mario. Perdona la escapada de Goliath. La verdad es que fue culpa mía. Lo solté un momento para atarme la zapatilla y pasó una tía en bici con su perro y escapó tras ellos.
—Sería una perra en celo, supongo... No me refiero a la chica de la bici, jajaja, digo el perro, o sea... la perra... En fin, ¡qué lío!... Encantada. Soy Eva —le dije levantándome un poco de la silla para darle dos besos.
Olía a recién duchado y afeitado. No identifiqué el aftershave si es que llevaba, pero daban ganas de quedarse ahí un ratito acurrucada, sintiendo su cálida piel y ese aroma tan… tan… Detuve esa línea de pensamiento y me retiré con pesar. No era cuestión de lanzarse al cuello de un desconocido cuyo perro, fuera realmente suyo o no, casi acaba de atropellarte.
—Déjame echar un vistazo a ese codo, anda —dijo tomando mi brazo y quitándole el artesanal vendaje—. ¡Hummm…! —añadió con mirada profesional y juntando los labios en un mohín mientras evaluaba la herida—. Vas a necesitar un par de puntos. La herida no es profunda, pero es larga y te va a quedar una fea cicatriz si no le ponemos al menos algo.
—¡Nah…! Me da una pereza terrible ir ahora a Urgencias por esa chorrada. Luciré la cicatriz con encanto y ¡listo!
—Tú verás, pero si te fías de un médico cuidador de perros en su tiempo libre, te lo puedo suturar yo mismo. Mi apartamento está justo a la vuelta de la manzana. ¿Qué me dices?
Debí poner la típica cara de “¿y si eres el estrangulador del parque?”, porque se apresuró a decir:
—Puedes fiarte de mí. Si quieres le diremos al conserje que avise a la policía si no te ve bajar de nuevo en, digamos, media hora. Te prometo que estarás a salvo y no correrás peligro.
—¡Jajajaja!, me has leído el pensamiento, pero me has convencido.
Nos tomamos las cañas e insistió en pagar la cuenta.
—Después de todo, —dijo—, debo compensarte por daños y perjuicios de algún modo.
Entramos al portal de su edificio y, tal como me indicó, se acercó al conserje y le dijo:
—Ángel, si esta señorita no sale por esta puerta sana y salva en una media hora, llama a la policía y alértales de que corre peligro en manos de un asesino en serie.
El conserje echó una carcajada por la ocurrencia, pero prometió hacerlo. Subimos en el ascensor hasta el octavo piso, y abrió la puerta de su casa. Era un espacioso dúplex, de orientación sur, en el que la claridad entraba a raudales. Llevó a Goliath a la enorme terraza, donde a pesar del par de arbolitos frutales, las plantas y la mesa y sillas de teka, quedaba espacio para que el perro estuviera a gusto.
—Señorita, prepárese a ser curada.
Me llevó al baño, que para no desentonar con el resto de lo que vi de la casa era grande también, y de un armarito sacó el típico kit de primeros auxilios, con Betadine, gasa, instrumentos de tortura sutura y puntos de papel. Me lavó el brazo bajo el chorro de agua fría, para eliminar los restos de arenilla y piedrecitas que hubieran quedado en la herida. Secó un poco la zona con papel, y empezó a centrarse en su labor. Mientras él hacía, yo seguía atenta a sus explicaciones y sus movimientos sentada en un taburete. Conversábamos acerca de varias cosas, y le observaba por el rabillo del ojo de tanto en tanto. No era un guapo al uso, de facciones perfectas. Sus rasgos eran duros, la nariz tiraba a grande y estaba un poco desviada, y los ojos no tenían especial encanto, pero cuando sonreía se paraba el mundo, porque su cara se transformaba. Esa sonrisa cautivaba. Era franca e invitadora, y enviaba fuerza a sus ojos, que de pronto cobraban vida y hacían que uno reparara en dos cejas perfectamente dibujadas.
Ya me había puesto tres puntos con destreza, había añadido puntos de papel y lo estaba cubriendo con una gasa y esparadrapo. Aunque había pulverizado algo de anestésico en la zona, dudaba mucho de que eso fuera lo que me estaba atontando, pero me sentía flotar. No sé si fue su olor varonil tan dulce, sus labios tan cerca, sus manos tocando esa zona tan delicada del brazo, su voz suave hablando… Le besé… Fue un impulso incontenible, pero mi boca buscó la suya y cubrió sus labios en plena frase. Me retiré despacio y le miré a los ojos, un poco sorprendidos. Sonrió, soltó mi brazo y llevó su mano a mi nuca, atrayéndome hacia sí para darme un beso, que se transformó en otro y otro y otro, besos que terminaron de descifrar la clave y abrir el cofre del placer y del deseo… La sirena de un coche policial rompió el silencio húmedo de las bocas y los jadeos que empezaban a surgir de ellas. No había pasado la media hora de rigor, ni Mario pensaba que Ángel fuera de verdad a llamar a la policía, pero se detuvo un instante, y sacó el móvil de su bolsillo sin dejar de acariciarme.
—Ángel, cambio de planes y nueva orden: si el que no sale por la puerta sano y salvo en las próximas 24 horas soy yo,... llama a las Fuerzas Armadas al completo...