Los movimientos silenciosos de la enfermera controlando sus constantes vitales la despertaron. Seguía en el hospital. Había sido hallada sin conocimiento en un callejón, sin documentación ni pista alguna que permitiera identificarla. Llevaba ocultos en el sujetador 300€. Un atraco rápido probablemente, en el que la golpearon y salieron huyendo con su bolso, sin pararse a buscar más. Un taxista la había visto en su ronda nocturna y había avisado al 112. Eso fue la noche anterior. Afortunadamente no había indicios de agresión sexual y, aparte de un gran chichón en la cabeza, parecía estar bien, pero seguía sin recordar. El golpe que había recibido le había borrado su vida. Era extraño y desconcertante encontrarse en ese estado. Sólo podía juzgar su aspecto exterior. La imagen que le devolvía el espejo era la de una mujer de unos 32 años, de mediana estatura, delgada y fibrosa. Su melena cobriza enmarcaba un rostro ovalado en el que unos ojos azules la escrutaban queriendo recordar. Decidió que le gustaba lo que veía, pero seguía ignorando si era una buena persona o una perra malvada. ¿De qué sería el dinero? ¿El pago de alguien o simplemente un escondite temporal más seguro que el bolso? ¿Estaría preocupada su familia? ¿Tendría marido? Su vientre plano confirmaba que hijos no, algo que ya le habían comunicado los médicos a juzgar por la ausencia de cicatrices típicas de un parto. Por más que intentaba, no servía de nada cerrar los ojos apretando fuertemente los puños para lograr evocar imágenes, nombres o lugares. Los médicos le habían dicho que se tranquilizara y que, tal como se fue, su memoria volvería probablemente en las próximas 24 horas.
Se acercó a la ventana. Hacía un día primaveral y sintió envidia de los pacientes que paseaban por el jardín o se sentaban en alguno de los bancos a leer. No había necesidad de estar encerrada en la habitación, así que decidió estirar las piernas y salir. Tenía unas horas por delante de no saber, y ello le otorgaba plena libertad. Caminaba disfrutando del calor del sol en su cara. Había un banco que estaba libre y se sentó.
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Bench in the park |
Miraba hacia el cielo las formas caprichosas de las nubes, y pensaba que eso era ahora su vida, vapor de agua buscando dibujar las imágenes de su presente. "Aquella parece un caballito de mar. Esa otra era hace un momento un sombrero, pero se está agrupando con las de al lado y parece querer formar una cara", pensaba. "¿Será mi cara?", susurró. No había advertido que un hombre había ocupado el otro extremo del banco, y se sobresaltó cuando le dijo:
—¿Tu linda cara?
—¿Perdón? —replicó volviéndose hacia él como pillada in fraganti.
—Oh, perdona. Creo que hablabas sola, o con alguien allá arriba —dijo señalando el cielo—. Escuché la pregunta y no pude evitar contestar.
Ella se volvió hacia él. Era un chico aproximadamente de su edad. Tenía una sonrisa encantadora y franca, que le otorgaba un atractivo especial. Iniciaron una conversación y se dieron cuenta de que ambos estaban en la misma situación. Él había ingresado también la noche anterior víctima de un asalto. Había entrado en urgencias por su propio pie, descalzo, sangrando por una ceja y sin recordar ni quién era ni qué había ocurrido. Tampoco llevaba documentación o un teléfono móvil que pudieran ayudar a identificarle. Charlaron animadamente un rato acerca de esa extraña sensación de no pertenecer a nadie ni a nada, de no tener raíces, ni preocupaciones, ni obligaciones de ningún tipo.
—¡Vaya! Veo que mis dos casos de amnesia se han conocido —dijo el doctor que les trataba—. ¿O ya os conocíais? Es broma. No contestéis. ¿Todo igual?.
—Sí —respondieron al unísono.
—Bueno, pues no queda más que esperar.
—Doctor, —dijo ella—, justamente de eso hablábamos. Nos ha dicho que a juzgar por los análisis y pruebas que nos han hecho, recuperaremos la memoria en las próximas horas.
—Así es —dijo el doctor.
—Pues bien, siendo así, hemos decidido pedir el alta voluntaria para pasar el día recorriendo la ciudad. Seremos como dos turistas más con plano en mano, aunque sin cámara de fotos. Será más divertido que estar en el hospital, y tal vez se despierte lo que está dormido o alguien nos vea y nos reconozca.
—No quiero ser aguafiestas pero creo que no es conveniente. El plazo que les menciono es aproximado. No tenemos la certeza de que así será y...
Ahora fue él quien interrumpió al doctor:
—Ya, ya, lo sabemos. No hay certezas. Ustedes los médicos siempre curándose en salud. Pero escuche, doctor, está decidido.
—Muy bien. En ese caso no puedo detenerles, pero sí les pido que al menor síntoma extraño o preocupante vuelvan de inmediato, y sí me gustaría que en cualquier caso se pasaran por aquí en 24 horas para verificar su estado.
—Prometido, doctor. Llevaremos anotada la dirección del hospital y su nombre y así, aunque volvamos a sufrir más percances de memoria, volveremos aquí. ¿Le parece? —preguntó él sonriendo.
—Ok. No puedo negarme.
—Una cosa más, doctor..., —le miraba los pies y parecía dudar, pero se dio ánimos y prosiguió—, ¿cree usted que podría alguien prestarme unos zapatos o unas deportivas? Tengo la sensación de que con estas chanclas de felpa no llegaré muy lejos.
—¡Jajaja! Veremos qué puedo hacer. Va a tener suerte. Creo que calzamos el mismo número.
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Ready to go |
Quedó en recoger unas deportivas que guardaba el doctor en su taquilla y se levantaron alegres como dos chiquillos, corriendo a sus habitaciones, para hacer cuanto antes el papeleo, vestirse y vivir la aventura del olvido. Unos cuarenta minutos más tarde, salían del hospital. Pasaron todo el día juntos, yendo de acá para allá, del muelle al parque, de la zona comercial a las tascas del casco viejo, charlando y riendo, parando a desayunar, comer, tomar un café. Es curioso, pues no sabían quiénes eran, pero recordaban si les gustaba o no el sushi o el Chardonnay, sus ideas políticas, los personajes famosos, y mil cosas más, lo cual hizo que charlaran sin parar de infinidad de temas a medida que recorrían la ciudad, guiados por un plano que pidieron en un hotel. Parecían conocerse de toda la vida, y sin embargo no sabían nada de su pasado, pero congeniaban y claramente lo estaban pasando bien, no había más que verles.
Ella se detuvo un momento y se llevó la mano a los labios, como pidiendo silencio.
—¿Lo escuchas? —dijo.
Él se quedó quieto y giró sus verdes ojos como para captar el origen del supuesto sonido.
—Nop. ¿Qué cosa?
—¡Mis tripas! —remató ella riendo—. Tanta caminata me ha abierto el apetito y no recuerdo nada concreto de esta zona, pero... yo diría que un par de calles más allá hay varios restaurantes. ¿Cenamos?
—Andiamo! —dijo él emprendiendo la marcha.
Efectivamente un par de manzanas después llegaron a una plaza llena de restaurantes. Optaron por el que les pareció más tranquilo. Ya dentro, conversaban animadamente tomando un cocktail y un aperitivo mientras esperaban la llegada de la cena.
—Llevamos casi 24 horas amnésicos, —dijo ella—, ¿y si no recordamos nada? ¿Te ha venido algún destello de algo?
—No, la verdad, pero no me preocupa, ya vendrá. No tengo ninguna prisa por saber. Me siento bien y feliz.
—Sí, yo también, pero no me quito de la cabeza que tal vez nos estén buscando y... ¿sabes? No sé si quiero que me encuentren.
—¿De qué tienes miedo? —le preguntó él acariciando su mano dulcemente.
—Pues, te parecerá una tontería... Te conozco solo desde esta mañana, pero cuando recuerde mi vida temo no volver a verte, y no necesito recuperar la memoria para saber lo que ya sé. Querré verte —dijo mirándole a los ojos, y desvió la mirada hacia sus manos temiendo haber hablado de más.
Él soltó su mano y le agarró la barbilla para encontrar sus ojos de nuevo y le dijo:
—No me parece una tontería, sino una locura, —ella cerró los ojos como queriendo no escuchar pero él prosiguió y le hizo abrirlos—, una locura que también sufro yo. Jamás habría imaginado esto, pero no pienso asustarme por lo me está pasando, ni dar un paso atrás. No sé quién soy ni qué soy, y puede que el tema de la amnesia reste importancia a lo que voy a decir, pero... hoy he pasado el día más feliz de mi vida, y ha sido gracias a ti. No quiero perderte. Eres maravillosa.
—Tú también —dijo ella sonriendo.
¿Cómo decir? Era la típica escena en que una pareja se mira con ojos llenos de amor (de cordero degollado dicen, ¡qué horror!, prefiero pensar que no), y sobra todo lo que hay alrededor. La iluminación indirecta y tenue, las velas, la música que sonaba, todo contribuía a un ambiente romántico, y como no podía ser menos... se besaron. Un beso dulce, pequeñito primero, seguido de un segundo beso como afianzando la boca del otro, y de un tercer beso perfecto. Se separaron justo cuando el camarero les servía lo que habían pedido.
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Hmmmm... A kiss |
Cenaron tranquilos, hablando unas cosas y callando otras, pero para los postres, mientras intercambiaban algún beso más, ya habían decidido que el día en blanco que el Universo les había otorgado debía ser especial. Lo habían iniciado libres, dando rienda suelta a lo que les había ido apeteciendo a cada instante, y querían acabarlo igual. Dado que ninguno de los dos recordaba nada aún, lo tomaron como una señal para dejarse llevar y escuchar sólo a sus corazones y a sus cuerpos. El cerebro era el que había perdido la memoria, ¿no?, pues bien, no tenía voz a la hora de tomar una decisión. Que hubiera puesto más cuidado en saber dónde dejaba las cosas. ¡Mira que perder la memoria!
Salieron del restaurante y caminaron felices hacia el hotel donde tomaron el plano por la mañana, cerca del hospital y no lejos de donde estaban, pues habían ido dando un recorrido casi circular por la ciudad. Habían decidido pasar la noche juntos y descubrir por la mañana, juntos también, cuál era su vida si es que la memoria había vuelto para entonces. Hicieron el amor varias veces y quedaron dormidos, exhaustos y abrazados, a una hora incierta de la noche.
Fue ella la primera en despertar. Abrió los ojos sin saber dónde estaba. Miró tiernamente por unos minutos al hombre que la abrazaba y sonrió. Le despertó con un beso en los labios y diciendo:
—Buenos días, Mike.
Él abrió los ojos, somnoliento aún, y sonrió, atrayéndola hacia él. De pronto entendió y preguntó sin comprender del todo:
—¿Mike?
—¡Ajá! Ése es tu nombre —respondió ella viéndolo todo muy divertido.
—¿Has decidido rebautizarme y que nos fuguemos, princesa? Sé que ayer barajamos mil ideas, a cual más extraña. ¿Cómo quieres llamarte tú? ¿Puedo elegir un nombre para ti? —le dijo mirándola con ternura.
—Me temo que ya tengo nombre. Me llamo Diane.
Le explicó con excitación que ella ya había recordado quién era, y que no, no es que estuviera inventando un nombre para él, sino que ¡le conocía y sabía su nombre!. Fue contándole poco a poco todo lo que recordaba. Eran novios y vivían juntos. Se querían, pero llevaban más de medio año con continuas discusiones y la situación se había vuelto insostenible. Él la iba a dejar. La noche del accidente se habían peleado al salir de un restaurante. Cuando volvían a casa él no paraba de gritar y ella, viendo que no podía aguantar más frenó en seco, haciendo sin querer que él se golpeara en la ceja. Le ordenó que bajara del coche, y aunque al principio él se negó diciéndole que estaba loca, al final salió dando un portazo y dejando dentro los zapatos que se había quitado como siempre hacía. Hasta que él no recuperara la memoria no sabrían el resto de la historia, pero seguramente le atracaron por la zona donde le obligó a bajarse, pues no era muy recomendable y había frecuentes atracos.
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Dark alley |
Ella, por su parte, siguió conduciendo hacia casa. No paraba de llorar y el vino ayudaba a nublar su visión. Decidió aparcar y tomar un taxi. Necesitaba sacar dinero antes y paró en un cajero. La calle parecía solitaria y se sentía insegura. Sacó 300€ y en un acto reflejo se los guardó en el sujetador. Guardó la tarjeta en la cartera y ésta en el bolso, y echó a andar a buen paso hacia una avenida más grande para encontrar un taxi. Fue al pasar delante de un callejón cuando sintió un fuerte golpe en la cabeza y todo se volvió negro. Debieron arrancar su bolso y salir corriendo, y un taxista la encontró poco después.
Paró un momento, y la diversión con que había empezado a hablar había terminado en una mirada triste. Él parecía recordar vagamente lo que ella acababa de contar, aunque en él el proceso iba más despacio.
—Diane, amor... Borra esa cara triste. No más discusiones absurdas, no más peleas, lo superaremos. Vamos a aprovechar esta oportunidad que se nos brinda. Y ya lo has visto, si el azar nos ha vuelto a reunir por segunda vez, será por algo. Tuve que perder la memoria para recordar lo mucho que te amo, pero no volveré a olvidarlo nunca más.
Se besaron, con la certeza de saber quiénes eran, mezclando sentimientos pasados y presentes y sintiendo su amor más real que nunca.
—¡Chocolate! —dijo ella con determinación y sonriendo tras el beso. Y ante la mirada perdida de él prosiguió, mientras se levantaba de la cama—. Una de nuestras estúpidas discusiones, amor. La de anoche fue por el color del sofá, y ya lo he decidido. Quiero un sofá color chocolate. ¡Qué bien que se acabaron las discusiones! —sonrió traviesa—. Y ahora me voy a la ducha.
—¡Tramposa! No creas que vas a salirte con la tuya porque me pilles en un momento de debilidad. No vale huir. ¡Ven aquí, que te vas a enterar! —dijo riendo y yendo tras ella.
Y se oyeron las risas de ambos, ahogadas en breves segundos por los besos.