sábado, 4 de octubre de 2008

How To Get Out Of A Dress

A veces necesitas un respiro. Sobre todo, después de una de esas semanas de infarto, con mucho trabajo y prisas a todas horas, o de esas otras en que andas alicaído, con los biorritmos por los suelos. Hay infinitas opciones para conseguir un pequeño subidón, allá cada cual con la suya, pero a mí a veces me da por... ¡irme de compras!

¿Que qué hago? En mi caso, al salir del curro, me dejo caer accidentalmente por algún centro comercial de los que encuentro a mi paso. ¡Y mira que hay! Cada vez que me entero de la apertura de uno nuevo me sorprende que tenga éxito, porque los hay a patadas. Pero lo terminan llenando, ¿eh? Incluso los domingos en que abren, y pese a los atascos, acuden hordas de compradores ansiosos. Yo, la verdad, esos días los evito si puedo, pues prefiero la visita esporádica entre semana.

Una vez en el centro, intento pensar en cosas específicas para comprar, pero las más de las veces, termino deambulando y entrando tienda aquí, tienda allá, en ejercicio de la curiosidad y deseando que me conquiste alguna prenda. Pero para eso necesito el flechazo. Si a la primera de cambio, al echar la ojeada general, no siento palpitaciones, sé que es poco probable que encuentre algo. Aun así, me doy el paseo de rigor entre las prendas, a buen ritmo, sin mucha pausa. Otras veces, no paro de encontrar candidatos, y los voy cogiendo, sujetándolos como puedo, sin que arrastren por el suelo, no sea que acabe pisándolos y sufriendo alguna calamidad. Intento recordar si en ese probador te dejan entrar con cinco prendas, o si eran siete... O si cuenta como unidad el típico pantalón del que te coges dos tallas just in case.

Pertrechada con mi selección me dirijo a los probadores. Descorazona y desanima encontrar una enorme cola esperando a entrar antes que tú: sobre todo si en ella está la típica madre con su hija, que sabes que irán para largo. El caso es que con cola o no, no has llegado hasta allí para rendirte, y esperas con total estoicismo a que llegue tu turno. ¡Por fin! Pasado el control de número de prendas, te lanzas de cabeza al probador. Haces sitio y colocas todo como puedes, que una está delgada, pero cuando el probador es pequeño o no tiene ni un mal pincho para colgar el bolso, la ropa que te irás quitando y la colección que acarreas, te vienen a la boca mil palabros estupendos para desahogarte, pero que no solucionan tu problema de logística. Te las apañas como puedes, y empieza la función. Las prendas pertinentes abandonan su emplazamiento habitual y eliges tu primera víctima. Para mí es un proceso fluido, que no lleva mucho tiempo. No me quedo embobada ante el espejo cuestionando cada prenda como si fuera la decisión más crucial de mi vida. En pocos minutos he apartado lo que me quedo de lo que dejo, y estoy lista para salir. Pero... a veces hay problemas.

De compras

 
Aún recuerdo los sudores fríos que me entraron en una ocasión. Se trataba de un vestido, de esos un poco entallados, tipo pichi, de los que te pones con algo debajo. Tenía en el lateral una cremallera que olvidé abrir al metérmelo por la cabeza. Lo tenía ya medio encajado, con las sisas (esa parte que va debajo de la axila) a la altura de los antebrazos, media cara asomando por encima del escote, la cintura a la altura del pecho, el bajo del vestido (que se supone tenía que llegar a la rodilla) a la altura de la cadera, y los brazos en alto, como si bailara ballet o una jota. Imagínatelo. Decido parar. Ya es más que evidente que no es mi talla, que mi espalda es algo más ancha de lo que el tallaje requiere. No va a entrar ni de coña. Intento desandar el camino. Pero veo que no... ¡no puedo moverme! Estoy encajada por completo. Con los brazos en alto, y las manos demasiado lejos del vestido como para poder tirar de él hacia arriba. ¿Cómo he sido capaz de meterme en él si tengo los brazos en alto? Me entran los escalofríos de la muerte. ¿Qué hago? ¿Quién me manda a mí intentar probármelo? Si ya se intuía que no, que mi talla era una más. Fíjate que parecía un poco elástico, y ahora me tiene "aprisionaíta". Estoy en una absurda postura, y me veo viviendo dentro del vestido para siempre. Tengo que salir de él, pero ni coordino ni razono, ni sé por dónde tirar. Si llamo a la dependienta se va a descojonar, y es que veo que al final me lo cargo. Don’t panic, me digo. Y, de pronto, se produce el momento en que algo hace click, y afortunadamente no se trata del vestido. Vienen a tu mente las escenas que tantas veces has visto en la tele, cuando enseñan a respirar a las embarazadas en las clases de preparación al parto. Y, ¿qué vas a perder? ¡Si esto es como un parto! Lo que pasa es que tienes que salir tú del vestido, y seguro que él no va a respirar por ti. Te concentras, y empiezas a inspirar calmada y profundamente. Con un poco de miedo, la verdad. Que sólo falta que hiperventiles y te dé el torozón, y te desplomes, en plan escena tipo Matrix: la caída se produce a cámara lenta y tu cuerpo, con el peso, empuja la cortina del probador hacia afuera, mientras aterrizas en el pasillo. Pero no, nena, fuera esas ideas. Ahora hacen falta pensamientos positivos y concentración. Sigues respirando. Pidiendo a tu mente que haga resbalar tu cuerpo hacia abajo del vestido y que lo encoja. Si tan solo logras desplazarlo unos centímetros, será posible. Y, con mucha lentitud, ganas terreno. Si doblas las muñecas hacia abajo, casi tocas con la punta de los dedos los tirantes. Sólo un poco más. Respira. Concéntrate. Un poquito más. ¡Ya lo tocas!, pero tienes que conseguir pillarlo entre dos dedos para tirar de él hacia arriba. Un milímetro más. Tú puedes. Ya casi está... Casi... Venga... ¡¡¡Lo tienes!!! Paras un momento, ya exhausta por el esfuerzo..., y te serenas... Ya pasó lo peor. Ahora es cuestión de ir tirando con suavidad hacia arriba, no sea cosa que después del tremendo parto, acabes destrozando el vestido: eso ya lo podía haber hecho desde un principio, y opté por la sensatez. Y sacas por fin el vestido por la cabeza, como si fuera lo más fácil del mundo, y nunca hubieras estado dentro de él.

Desde entonces, si se me ocurre por lo más remoto volver a probarme un vestido de los de meterte por la cabeza, abro en primer lugar todas las posibles cremalleras que el diseñador le haya colocado, y acto seguido, actúo despacio, comprobando si soy capaz de salir del vestido o no, antes de que sea demasiado tarde. A pesar de todo... ¡Me sigue encantando irme de compras!

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