viernes, 4 de marzo de 2011

Green Eyes

El viento le golpeaba en el rostro y el aire frío le cortaba la cara, que intentaba proteger a duras penas subiendo el cuello de la chaqueta. Sólo a él se le podía haber ocurrido salir tan poco abrigado. Aunque la temperatura fuera agradable cuando salió de casa por la mañana, sabía de sobra que aquí el tiempo cambia al minuto y había oído las previsiones en la radio mientras se duchaba. Es cierto que no sospechaba entonces que iba a tardar tanto en regresar de vuelta a casa, y pensó que un jersey de cuello alto, un vaquero, las Panama Jack y una chaqueta de entretiempo eran más que suficiente. Había salido a tomar unas cervezas y comer con unos amigos, pero de eso hacía horas. Era casi la una de la mañana, y volvía refugiándose en los parapetos que el camino ponía a su paso, atisbando en los cruces por si pasaba algún taxi, agarrándose el cuerpo en un abrazo que le permitiera abrigarse. Tenía las orejas y la nariz congeladas, o eso creía, porque el frío no le dejaba sentirlas. Parecía imposible que unas horas antes cada fibra nerviosa captara placer. ¡Qué historia tan extraña! Y estaba seguro de que si lo contaba no le iban a creer. Las voces y los susurros aún le rondaban la mente.

Según salió del restaurante y se despidió de sus amigos, un coche paró a su lado. Conducía una pelirroja atractiva, y sentada a su lado, una asiática le preguntaba por una dirección. Intentó explicarles en su mejor inglés cómo llegar, pero en vista de que no se entendían, terminaron por invitarle a subir al auto y guiarlas al sitio. Significaba salir de la ciudad y conducir durante una hora. Se dijo a sí mismo que estaba loco, porque luego tendría que volver, pero algo en su interior le empujó a la aventura. Al cabo de un buen rato llegaron a una casa al borde del mar. El viento azotaba con fuerza, y agradecidas le hicieron pasar a tomar una copa de vino y calentarse. Por fuera era la típica casa de la zona, con la madera un poco descuidada, pero por dentro era acogedora y cautivadora. Amplia, espaciosa, originalmente decorada, llena de pequeños detalles diseminados aquí y allá, que junto a la mezcla de colores y olores, dotaban al conjunto de un toque de cuento. Pasaron al salón, donde la chimenea estaba encendida, y se sentó en un amplio sofá color marfil junto a la pelirroja. La asiática abrió un Zinfandel y sirvió tres copas, con mano y muñeca expertas, dando el giro justo para no derramar ni una gota de vino.


Al cabo de media hora, charlaban y reían los tres y se sentía totalmente relajado, casi flotando. Tal vez era efecto del vino, tal vez de la música que sonaba y que no fue consciente de cómo o cuándo conectaron, tal vez eran los ojos verdes de la pelirroja, que le miraba como leyéndole el alma, tal vez los negros de la asiática, que parecían anticiparse a cada deseo que le pasara por la mente. En determinado momento, le cogieron de la mano y le llevaron a una habitación que había en el primer piso. Era casi tan grande como el salón. Le desnudaron despacio entre las dos, recreándose en cada prenda, doblándolas cuidadosamente y colocándolas en una chaise longue. Él se dejaba hacer. No habría podido resistirse. Tenía la voluntad anulada. Le condujeron desnudo al baño contiguo, donde los espejos estaban empañados por el vapor que despedía un burbujeante jacuzzi. ¿Cuándo habían abierto el grifo y vertido sales, espumas y aromas? ¿Cuándo habían encendido las velas blancas y rojas que había diseminadas por la estancia? Le hicieron entrar en el agua, y se unieron a él en cuanto se despojaron de sus ropas. Entre las dos le bañaron y masajearon todo el cuerpo. Se sentía mareado, pero feliz. Cuando dieron por finalizado el baño, ellas salieron del agua y se secaron mutuamente, con sublime delicadeza. Después salió él y le envolvieron en un albornoz. Pasaron a la habitación, y le hicieron tumbarse en la cama, desnudo de nuevo, y le vendaron los ojos. No definiría como sexo lo que hubo, porque no sabría explicar qué ocurrió, pero cada poro de su cuerpo exhalaba placer. Sintió labios y manos por todas partes, sintió un cálido aliento en todo el cuerpo, sintió en ocasiones cómo su cuerpo se retorcía en un escorzo imposible por alcanzar un clímax interminable que se repetía una y otra vez. Su cuerpo notaba un vigor y fuerza desconocidos hasta entonces, pero pedía hambriento más. Y tenía más. Y más...

Debió desmayarse, porque no recuerda bien que pasó. Se despertó exangüe y agotado en la estación al oír entrar al tren. Cómo había llegado ahí, era un misterio. Estaba vestido, tenía su cartera, no le faltaba nada y no parecía estar herido. De hecho, no le dolía el cuerpo, sólo estaba muy cansado, pero tremendamente tranquilo. Eran casi las once y media de la noche. No podía pensar con claridad, pero supo que si tomaba el tren estaría en North Station en apenas media hora. Subió al vagón y pagó el billete una vez dentro. Su cabeza era un desorden de pensamientos; su cuerpo un caos de sensaciones. Las imágenes, los sonidos, las voces y risas, la música, el tacto de manos suaves, el roce de bocas húmedas... todo se arremolinaba en torno a él y le transportaba a un mundo desconocido. Durante el corto trayecto se mantuvo inmóvil, con los ojos cerrados, como reteniendo lo vivido antes de que se esfumara. Bajó del tren y salió a la calle. Había bajado mucho la temperatura desde esa mañana. Caminó a buen paso por Canal St, aspirando grandes bocanadas de aire, a pesar del frío que le traspasaba los huesos. Necesitaba despejarse.

Ahora, cuando apenas quedaban dos cuadras para llegar a su casa, caía en la cuenta de que no sabía sus nombres, ni tenía sus teléfonos. Se resistía a dejarlo pasar como si nada. Había sido increíble, como también lo fue la forma en que se deshicieron de él. Necesitaba hablar con ellas, verlas, saber... Se metió en la cama exhausto tan pronto entró en su piso, y durmió de tirón hasta las diez. Al principio pensó que lo había soñado, mientras en la ducha las escenas desfilaban una y otra vez por su mente, pero ya vestido, al coger la cartera cayó un papel. Leyó en él la dirección de la casa. ¡Lo recordaba! La había anotado antes de entrar, mientras ellas aparcaban y abrían la casa.

No lo pensó dos veces. Sacó el coche del garaje en esa mañana gris y condujo sin pausa, con la esperanza de encontrarlas aún allí. No necesitaba el GPS, recordaba el camino perfectamente. Llegó a Salem, y sin mucho problema localizó la casa. Se veía diferente a la luz del día. Se acercó con cierto nerviosismo y agitación. Llamó a la puerta y esperó. Nada. Volvió a llamar y esperó unos minutos. No vió el coche en que había montado el día anterior. Parecían haberse esfumado. Dobló la esquina y decidió asomarse a las ventanas y curiosear. Donde la noche anterior estaba el imponente sofá blanco, logró vislumbrar dos sillones junto a una mesa baja y una lámpara encendida. Era un salón diferente por completo. Estaba seguro de que ésa era la casa, ¡sin duda! Atónito y perplejo como estaba, no había oído abrirse la puerta de la casa, ni una voz que preguntaba ¿quién es usted? Desanduvo sus pasos y fue hacia la puerta. Una anciana, de rostro amable le miraba. Le explicó que buscaba a dos amigas y las describió. La anciana le dijo que allí no vivían y que no conocía a nadie así en la zona. Se deshizo en excusas y volvió a su auto, aún reacio a darse por vencido, pero no tenía más datos, y no podía ir puerta por puerta, así que enfiló de nuevo el camino hacia Boston. Sin duda debía estar loco, o borracho el día anterior. Tal vez bebió demasiado en la comida y no lo recordaba. Tal vez había soñado todo. Intentó concentrarse en la conducción, pero una imagen le venía a su mente sin poder evitarlo... los increíbles ojos verdes de la anciana, que aún, mientras se alejaba, notaba fijos en él... Salem... "¿Brujas?", —pensó—. Se rió internamente de su ocurrencia y desechó la idea de su cabeza con un ademán... "¡Tonterías!", —se dijo—. Y esta vez volvió a reír en alto...


Mientras él se alejaba camino de la ciudad, la anciana entraba de nuevo en la casa. De camino al salón, se detuvo un instante en el aparador de la entrada, donde reposaba una foto que tomó nostálgica. En ella se veían dos jovenes bellísimas: una pelirroja de ojos verdes y una asiática de profundos ojos negros. Devolvió la foto a su lugar y se ajustó unos mechones que se habían desprendido de su recogido. Una voz preguntó desde el salón:

Sarah,... era él, ¿verdad? Poco ha tardado en volver.

Te lo dije, Lynn —respondió la anciana acercándose al sillón y añadió riendo como una niña: —Y a punto he estado de invitarle a tomar un té. Pero,... te aseguro que volverá en menos de un mes.

¡Ooooh! Está visto que eres una bruja incorregible. ¡A tus años! —replicó sonriendo su amiga, una anciana de rasgos orientales e insondables ojos negros.

Hechicera, querida... siempre he preferido que me llamen hechicera.

4 comentarios:

  1. que historia más bonita!!! me ha encantado!

    unbeso!

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  2. ¡Mil gracias, Mª Jesús! Me alegro muchísimo de que te haya gustado :) Un beso, no, cientos para ti!

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  3. Sencillamente genial!!!
    Un argumento delicioso para una historia de la cripta dulce o un corto magistral...
    Me ha encantado
    Mi recuperación tenía una recompensa esperando (que quería leer con plenas facultades mentales) y ha valido la pena la espera.
    Un abrazo enorme

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  4. ¡Me voy a poner colorá con lo que decís! Mil gracias, Kike. Tú ponte bueno, que me debes un abrazo prometido para cuando vuelva a mis Madriles :)

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