martes, 26 de febrero de 2013

Mother, What Did You Do?

—Nadia, tranquilícese. Su estado es grave. Necesita de un trasplante urgente. Hemos avisado a su madre y está de camino. Hay muchas probabilidades de que sea una donante válida.


Elena está en un taxi, nerviosa. Casi no puede pensar. El corazón le late a mil por hora, y su mente, ajena al recorrido, revive una y otra vez una escena acaecida mucho tiempo atrás. Era una apacible tarde de primavera. Había estado caminando por el parque, y llevaba un rato sentada en un banco junto al lago, leyendo una novela de Paul Auster. La historia la tenía completamente concentrada y fascinada. Apenas levantaba la vista del libro y por ello tardó unos minutos en percibir el llanto de un bebé. Intento escuchar y detectar de dónde procedía, pero no veía ninguno cerca. Se levantó, con los oídos alerta, y se encaminó hacia un árbol al que rodeaban en parte varios arbustos. Allí, semioculto tras ellos, descubrió a un bebé envuelto en una toquilla, tumbado sobre una manta de juegos, en la que reposaba un sonajero de juguete y una bolsa con un par de pañales de muda y un biberón. Se sorprendió muchísimo. En la escena solo echaba de menos a la mamá o al papá, pero allí no había nadie más. Se agachó y recogió a la criatura del suelo y la acunó en sus brazos para calmarla. Debía de tener unas semanas. Era una niña, ¡tan pequeña!, con sus grandes ojos grises anegados en lágrimas. Dejó de llorar cuando se sintió protegida y a Elena le pareció que hasta sonreía. Estuvo allí un buen rato con ella en brazos, haciéndole cucamonas y dándole el biberón cuando sospechó que podría estar hambrienta. Cuando parecía evidente que no iba a volver nadie a por ella, sopesó sus opciones y descubrió que no era capaz de despedirse de ella entregándola en comisaría o en un hospital. Algo le impelió a llevarla a casa para disfrutar de ella un poco más.

Pasó toda la noche pendiente de la niña, pensando, debatiéndose entre sus deseos, el bien y el mal, maquinando estrategias de todo tipo, y la mañana le sorprendió con los ojos como platos y con una determinación inusual en ella. Salió a primera hora de casa, fue derecha a una tienda de cosas para bebés y compró un cochecito. De vuelta a casa se aprovisionó de pañales, biberones y alimento para la pequeña. Empaquetó lo que creyó más importante en una maleta y salió con la niña, camino de la estación de tren. Compró el billete con destino a Alicante y dejó la capital.

Se instaló en un hotel mientras buscaba alquiler y envió una carta a su empresa para darse de baja. Inscribió a la niña en el registro como hija suya, y estuvo muy atenta a los periódicos y la televisión en las primeras semanas, pero con el tiempo se relajó. El dinero que tenía ahorrado le permitió tener un margen para gestionar con su empresa un cambio de ubicación que, afortunadamente, fue posible, ya que contaba con oficinas en todo Levante. Con el paso de los meses y estando completamente instalada, decidió vender el piso que dejó en Madrid para contar con otra fuente de ingresos, y se olvidó de su pasado. Se volcó de lleno en Nadia, y en vivir la nueva aventura con la que el destino la había premiado. Su hija creció sana y le regaló una existencia no soñada. Enterró su secreto tan profundamente que lo había olvidado ella misma y había aceptado como cierta la historia que tantas veces le contó a la niña cuando, de pequeña, preguntaba por su papá. Para ambas, él murió antes de nacer Nadia, y la identidad que había escogido Elena era la de un vecino que tuvo en aquella época, quien no tenía familia y, efectivamente, falleció por entonces en un accidente de coche. Había añadido algún detalle romántico, para que la niña no le diera vueltas al asunto cuando fuera haciéndose mayor, así pues, Daniel, que así se llamaba, estaba enamoradísimo de ella, y tenían planes de boda que se vieron truncados fatalmente. Fue poco después del accidente cuando Elena descubrió que estaba embarazada. ¡Curiosa mentira! Ella, que jamás había llegado a acostarse con un hombre y tan solo había tenido un medio novio con el que no cruzó más que cuatro besos. ¡Qué extraño es el destino! Sí, sí, el destino. Elena asumió su mentira como una verdad producida por el destino, que le había puesto al alcance a aquella pequeña criatura una tarde de primavera.

—Me dijo la entrada principal. ¿Le viene bien aquí?

Not a case of Lupus this time
La voz del taxista la saca abruptamente de sus pensamientos. Abre nerviosa el bolso y paga la carrera. Recibe la bofetada del frío en el rostro casi con alivio. Necesita desenterrar sus recuerdos y encontrar desesperadamente a los padres biológicos de Nadia, si es que existen, y no sabe ni por dónde empezar. Su mente es un torbellino de pensamientos. Acudirá a la policía, les contará la historia, usará Internet y cualquier medio a su alcance para difundirla. No tiene miedo de ir a la cárcel, de ser sometida a insultos populares, de ser apedreada. Volvería a hacerlo de nuevo sin dudarlo un solo instante. Nadie podrá arrebatarle jamás lo que ha sido su vida con Nadia en estos treinta años. Lo que más teme es al rechazo de su pequeña y a no ser capaz de salvarla y que se vaya para siempre. Y también a su conciencia, que parece torturarla sin respiro con una pregunta, formulada con voz infantil, que se repite insistentemente en su cabeza:

—Mami, ¿qué hiciste?
 

4 comentarios:

  1. Así nos dejas, con los ojos corriendo sobre tus palabras... intenso, muy bueno. Como todas tus historias.
    Un abrazo.

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    1. Difícil historia, difícil situación. Gracias por dejar tu huella, Tegala.

      Un beso :)

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  2. Sin palabras, una vez más, me has impresionado con tus relatos :)

    un beso!!

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