sábado, 5 de mayo de 2012

Dirty Hands

Nada más abrir la puerta y entrar en casa, Lucas vio el papel de aviso. ¡Mierda! Lo había olvidado por completo. Esa tarde tocaba junta extraordinaria de vecinos. Le fastidiaban esas cosas, pero si quería dar su opinión más valía que fuera, o se encontraría con que la panda de mojigatos que tenía por vecinos habían convertido la comunidad en un sitio lleno de prohibiciones y normas absurdas. Al menos estaría Laura, y verla siempre era un regalo. Ella no se decidía a dar el paso de hablar con su marido y decirle que quería el divorcio. Cuando se veían en los minutos en que podían escabullirse, aprovechando que su marido estaba en el gimnasio, le prometía una y otra vez que de esa semana no pasaba y que hablaría con él, pero el tiempo avanzaba sin que lo hiciera. Lo suyo empezó de forma casi casual el verano pasado, cuando él estaba en paro y bajaba a la piscina cada mañana a nadar un rato. Solía coincidir con ella, que no trabajaba, y terminaron por charlar a diario y congeniar. A las dos semanas se contaban casi todo, como si llevaran siendo amigos toda la vida y empezó a saber de los problemas que estaba atravesando su matrimonio. Una mañana, tras el habitual rato en la piscina, él propuso comer en su casa cuando subían en el ascensor. Le salió de forma natural y espontánea, y nada presagiaba al principio que fuera a suceder algo entre ellos, pues por mucho que él se muriera de ganas tenía como norma no ligar con mujeres casadas. Pero una deliciosa lasaña y una botella de vino después, sus cuerpos se enredaban en el sofá. Desde entonces se veían de vez en cuando, a veces hasta cinco minutos en el garaje atentos a no ser descubiertos por algún vecino.

"En fin", —se dijo—, "más vale que me sacuda la pereza y baje, a ver si con suerte no se alarga". Pensó, además, que el marido de Laura era el presidente, y si se alargaba, siempre podía escapar un rato con ella. Se quitó el traje, se puso un vaquero y una camiseta y salió. Coincidió en el descansillo con su vecino de al lado y su hija, una niña de unos tres años.

—A la junta, imagino, ¿no? —dijo Lucas.

—¡Qué remedio! Pero antes voy a dejar a la enana en casa de Mayte. Me ha dicho que va su marido a la reunión y que ella se queda con mi hija. Un padre soltero ha de buscarse la vida.

Entraron en el ascensor, su vecino pulsó la planta 12 e iniciaron el descenso. Llegados a la planta, su vecino y la niña salieron.

—Te veo ahora —se despidió.

Se empezó a cerrar la puerta, se oyó un portazo procedente de alguno de los pisos de la planta, pasos corriendo por el pasillo y un suspiro de alivio cuando al asomar la mano bloqueando la célula se detuvo el cierre y se abrió de nuevo.

—Hola, Lucas —dijo Laura sonriente y pícara, lanzándose directa a sus brazos.

Antes de que se cerrara la puerta ya estaban besándose. Lucas ladeó la cabeza de Laura, retiró su melena a un lado y empezó a besar su cuello, mientras con la mano izquierda agarraba firmemente sus nalgas. Ella le tomó la mano libre y lamió sus dedos, y él la liberó de nuevo, dejando que bajara hasta sus muslos y reptara, buscando el camino bajo la corta falda, abriéndose paso y retirando las braguitas a un lado con habilidad. Sus dedos llegaron a su centro del placer, juguetearon sabios mientras Laura moría de placer y sus labios se unían en besos apasionados y húmedos, ahogando los suaves gemidos que llenaban el ascensor.

Excitados ambos, pero conscientes de que la puerta se abriría en milésimas de segundo, se separaron, intentando normalizar la respiración y manteniendo la mirada, que aún estaba impregnada de un algo salvaje y tribal. Se abrió la puerta del ascensor y en la planta baja coincidieron con más vecinos que se dirigían al patio donde se celebraba la junta.

El administrador, el presidente y el vicepresidente estaban sentados frente a una de las mesas del patio. Algunos vecinos habían ocupado las pocas sillas que siempre había, y otros habían bajado una de sus casas. El resto permaneció de pie, entre ellos Laura y Lucas, separados y en extremos opuestos para no despertar sospechas.

Se inició la aburrida reunión, y al cabo de media hora llegaba el momento de la votación. Se contabilizaron los votos y salió empate. El administrador propuso meter en una bolsa papelitos con las opciones y sacar uno al azar. Hubo murmullos de aprobación, y el marido de Laura paseó la vista por los que estaban de pie en las inmediaciones de la mesa:

—A ver, una mano inocente... ¡Tú mismo! —dijo dirigiéndose a Lucas.

—¡Claro! —asintió, iniciando su aproximación a la mesa.

No pudo evitar que sus labios sonrieran traviesos recordando la escena de unos momentos antes. Imaginaba una sonrisa idéntica en la cara de Laura, y pensaba en su fuero interno que en realidad, de inocente, la mano tenía bien poco.

2 comentarios:

  1. Jajajaja eso mismo he pensado yo cuando el marido de Laura ha dicho "una mano inocente, tú Lucas" jajaja si si, inocente inocente! jaja

    muy chulo!!

    ResponderEliminar