Tus ojos guían tus pasos por caminos empedrados, formados por bloques irregulares de piedras de distintos colores, suaves al tacto, pulidas por el paso del tiempo, gastadas por las pisadas de anteriores caminantes. Sus marcados contornos dibujan, sinuosos, una serpiente pétrea, con piel de cocodrilo, que repta por la selva urbana abriéndose camino, tragando tierra y polvo, con rumbo fiel hacia una playa de aguas cristalinas, donde, a pesar de la sal, bebe y calma su sed. El
mar juega allí a diseminar conchas en la arena, formando figuras imposibles. Percibes huellas
de pies descalzos, de alguien que caminaba despacio. Son huellas nítidas y profundas, que se pierden
borrosas en la lejanía. Siguiéndolas con la vista, descubres un velero a lo lejos, que pone una mancha blanca en el horizonte. Unas gaviotas rompen la línea azul del cielo y captan también tu mirada. Buscan comida y es su vuelo el que lleva a tus ojos a descubrir una
pelota de playa, abandonada, olvidada tal vez en una presurosa huida. Ello te recuerda a tu huida. Ahora, tus ojos se asoman a tu interior, y recuerdas. Saliste de pronto, sin dejar una nota, sin dar explicaciones, ni siquiera a ti mismo. Hiciste acopio de tus principales efectos personales y algo de ropa y escapaste sigiloso como un ladrón. Huiste de una realidad que no te gustaba, o acaso no te era familiar y lo que tenías era miedo. Necesitabas respirar fuera del agua, emerger a la superficie y poder inhalar profundamente, llenar tus pulmones sin miedo a contaminarte, sin usar bombona de oxigeno.
Aún sumido en tus pensamientos, tus oídos captan el ruido de un motor. Un coche aparca cerca. Escuchas como se abren y cierran las puertas y al poco asoma un niño corriendo hacia la playa.
—Papi, ¡está!, ¡mi pelota está! —grita contento al tiempo que la hace rodar y la recoge con sus manitas, emprendiendo la vuelta al coche.
Y de pronto te das cuenta de que, sin ser consciente de ello, has estado deseando todo el tiempo que alguien la recogiera, que no quedara ahí abandonada, que aún existiera alguien que la echara de menos y la necesitara. Y echas a andar, al principio despacio, como ordenando tus ideas, pero tras unos pasos, deprisa, con ansia, y sales corriendo hacia tu coche, llamándote tonto una y mil veces.
Conduces con determinación, sintiendo que una presión, largo tiempo contenida, deja paso a una maravillosa calma. Realmente son pocos kilómetros los que tienes que recorrer. Solo paraste en la playa para que tus ojos fijaran ese mar en tu retina, para poder decirle adiós a una etapa de tu vida antes de emprender camino a un destino incierto. Aparcas rápido delante de la casa, buscas la llave que escondiste hace un rato bajo el felpudo y silenciosamente abres la puerta.
Tus ojos guían tus pasos por caminos de madera, formados por láminas de cerezo, cálidos al tacto cuando caminas descalzo. Te quitas los zapatos en silencio y avanzas por el pasillo. Miras el pequeño y familiar desconchón en la pared. Tus ojos topan con el frasco de cristal con la arena de tu playa y sonríes. Te quitas la ropa, la dejas en el sillón rojo del salón, y sigilosamente entras en el dormitorio. Los rayos de sol se filtran atrevidos, y en la penumbra ves a Irene, que aún duerme. Te deslizas a su lado sin dejar de contemplarla y la abrazas. El contacto de tu cuerpo la saca de su sueño y abre despacio sus ojos de gata. La besas dulcemente mientras tus ojos la aprecian en su completa belleza, presente incluso recién despierta, y se paran en los hoyuelos que asoman cuando ella te sonríe al darte los buenos días. Ya sin miedos, sin bloqueos, sin mentiras, tus labios pronuncian por vez primera dos palabras:
—Te quiero.
Aún sumido en tus pensamientos, tus oídos captan el ruido de un motor. Un coche aparca cerca. Escuchas como se abren y cierran las puertas y al poco asoma un niño corriendo hacia la playa.
—Papi, ¡está!, ¡mi pelota está! —grita contento al tiempo que la hace rodar y la recoge con sus manitas, emprendiendo la vuelta al coche.
Y de pronto te das cuenta de que, sin ser consciente de ello, has estado deseando todo el tiempo que alguien la recogiera, que no quedara ahí abandonada, que aún existiera alguien que la echara de menos y la necesitara. Y echas a andar, al principio despacio, como ordenando tus ideas, pero tras unos pasos, deprisa, con ansia, y sales corriendo hacia tu coche, llamándote tonto una y mil veces.
Conduces con determinación, sintiendo que una presión, largo tiempo contenida, deja paso a una maravillosa calma. Realmente son pocos kilómetros los que tienes que recorrer. Solo paraste en la playa para que tus ojos fijaran ese mar en tu retina, para poder decirle adiós a una etapa de tu vida antes de emprender camino a un destino incierto. Aparcas rápido delante de la casa, buscas la llave que escondiste hace un rato bajo el felpudo y silenciosamente abres la puerta.
Tus ojos guían tus pasos por caminos de madera, formados por láminas de cerezo, cálidos al tacto cuando caminas descalzo. Te quitas los zapatos en silencio y avanzas por el pasillo. Miras el pequeño y familiar desconchón en la pared. Tus ojos topan con el frasco de cristal con la arena de tu playa y sonríes. Te quitas la ropa, la dejas en el sillón rojo del salón, y sigilosamente entras en el dormitorio. Los rayos de sol se filtran atrevidos, y en la penumbra ves a Irene, que aún duerme. Te deslizas a su lado sin dejar de contemplarla y la abrazas. El contacto de tu cuerpo la saca de su sueño y abre despacio sus ojos de gata. La besas dulcemente mientras tus ojos la aprecian en su completa belleza, presente incluso recién despierta, y se paran en los hoyuelos que asoman cuando ella te sonríe al darte los buenos días. Ya sin miedos, sin bloqueos, sin mentiras, tus labios pronuncian por vez primera dos palabras:
—Te quiero.