Cierta noche de agosto, me hallaba yo sumida en mis pensamientos mientras remojaba mi cuerpo en la piscina para aliviar los calores del verano. Estaba en la parte poco profunda, tomando un refrescante mojito a la luz de la Luna, cuando la tranquilidad de la noche se vio interrumpida por la llegada inesperada de mi moonboy favorito: Kay. Como siempre, llegó radiante, dispuesto a contarme sus viajes e historias con Naya, la estrella errante.
—No te he hablado del planeta Hundred, ¿verdad? —preguntó, sabiendo que, solo con la pregunta, ya me tenía atrapada y con la boca abierta, dispuesta a deleitarme con sus aventuras.
Sin darme tiempo a responder, comenzó a relatarme que se trataba de un planeta de una lejana galaxia, aún no descubierta por los humanos. Me contó que el nombre se debía a que todos los habitantes vivían cien años exactamente, ni un segundo más, ni un segundo menos. Todos, sin excepción, disfrutaban de ese período con plena salud, sin malestares de ningún tipo, en perfectas condiciones físicas y mentales y que, llegado el momento, morían, sin dolor, como una llamita que se extingue lentamente y en silencio.
Desde que nacían se ponía en marcha el contador, y al alcanzar los veinticinco años, y nunca antes, les estaba permitido pararse en una edad y vivir el resto de su vida con ese aspecto. Solo podían hacer la elección una vez, y después no había marcha atrás. Desde ese instante, el paso del tiempo quedaba paralizado en lo que al aspecto del cuerpo, interior y exteriormente, se refería, todo deterioro se congelaba en una edad, y se vivía de ese modo hasta alcanzar los cien años. Esa decisión era a todas luces importante, y por ello, no estaba permitida antes de alcanzar los veinticinco años, para dejar que la mente evolucionara, la personalidad se formara y el individuo contara con cierta experiencia vital.
Ya estaba yo evaluando en mi mente en qué edad me plantaría yo, suponiendo, como bien me confirmó Kay cuando le pregunté, que la elección se hacía al alcanzar una edad, ni antes ni después, es decir, no elegías pararte en los cincuenta si todavía tenías treinta, pero llegado a los cincuenta, no valía retroceder y pararse en una edad menor.
Kay pasó un tiempo allí, recorriendo las ciudades y pueblos del planeta, y le llamó poderosamente la atención que todos los habitantes con los que se encontraba, podían considerarse jóvenes, todos habían optado por congelar su aspecto entre la edad mínima y aproximadamente los treinta y cinco, al menos a juzgar por el aspecto que mostraban.
Incluso para Kay, inmortal y eternamente joven como todos los moonboys, no dejaba de ser chocante y curioso. Desde ese momento, su viaje turístico por Hundred cobró una nueva dimensión y tuvo como meta encontrar a alguien algo mayor. No podía creer que nadie hubiera sentido la tentación de dejar que el tiempo siguiera su curso. Cuando casi había abandonado toda esperanza y cercana ya la fecha en que Naya pasaría a recogerlo para llevarlo a su Luna, encontró lo que buscaba: una pareja de ancianos. Una adorable pareja de ancianos, para ser más exactos: Elia y Noob.
Ninguno de los dos quiso parar el reloj y ya iban por los sesenta y siete. Nacieron en el mismo momento y llevaban juntos desde los veintitantos. Rodeados de amigos que se congelaban como si no hubiera otra elección posible, pensaron ¿por qué no seguir? Opinaban que plantarse en una edad era como anclarse en el pasado, como seguir mascando un chicle que ya ha perdido el sabor, como comer todos los días lo mismo y vestir siempre la misma ropa, como repetir un día eternamente, viendo exactamente la misma cara en el espejo cada mañana. Ellos decidieron vivir de verdad. Sabiendo que su salud sería completa hasta el final, les pareció que lo más sabio, inteligente y emocionante era disfrutar de los cambios que la vida y el paso del tiempo operaban en sus cuerpos, del mismo modo que gozaban siempre del cambio de las estaciones, de la llegada de la primavera tras el invierno, y del otoño tras el verano. Cada etapa les aportaba nuevos matices, nuevas vivencias. Envejecer juntos les hacía avanzar. Querían vivir la maravilla de sentirse diferentes cada día. Cuando Kay les preguntó por qué, cruzaron una deliciosa mirada cómplice y respondieron al unísono una sola palabra:
—Plenitud.
Como siempre un placer leerte y dejarme llevar un ratito de tu mano.
ResponderEliminarUn abrazo
Tegala, te ganas el premio de comentarista estelar de este blog por derecho. Algunos (muy queridos también), asoman de tanto en tanto; otros, leen, o al menos entran, pero no dejan su huella comentando lo que quieran (que no es obligatorio que te guste, aunque se agradece la visita y el comentario constructivo siempre).
EliminarLo dicho, ¡¡¡un placer para mí!!!! :*
Me encanta pasar a leerte y por supuesto que me gusta comentar porque me gusta lo que leo y me gusta hacértelo saber.
ResponderEliminarEscribirte un comentario es como darte una palmada de "brava!" o un abrazo. Y me gusta abrazar ;)
¡Qué delicia de niña! A mí me encantas tú, y espero poder recibir y corresponder uno de esos abrazos en persona algún día :*
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