Groucho y sus genialidades |
domingo, 29 de diciembre de 2013
Hunting Luck
lunes, 23 de diciembre de 2013
Breath
Voy hacia el instituto en el metro. Intento concentrarme en la música que escucho a través de los cascos o en el libro que tengo abierto ante mí. Es en vano. Mi mente se pierde en mis pensamientos sin remedio repasando mi cuidadoso plan. Sé que está ahí, como cada mañana, mirándome fijamente. Me hace sentirme sucia. Aun sin verle, sé qué cara está poniendo, cómo pasa su lengua por los labios en un gesto obsceno, y siento sus ojos de demente resbalar por mi boca, mi pecho y mis piernas que, expuestas por lo corto de la falda, se juntan para cerrarle el paso a mi sexo, acompañadas de un escalofrío involuntario.
Yo hago como si nada. No quiero tener el más mínimo contacto visual con él. El vagón se va llenando de gente a medida que nos acercamos al centro. Aún queda recorrido. Imagino su gesto de disgusto al no poder tenerme a la vista, y su cuello, estirándose para atisbar entre codos y barrigas y localizarme al otro lado del vagón. Me noto tensa, mi cuello agarrotado. Intento calmarme inspirando hondamente al tiempo que subo mis hombros y expulso el aire mientras los dejo caer de golpe. No pienso darle el gusto de que me domine incluso aquí. Nunca más. Bastante aguanté, viendo cómo abusaba de mi madre, cómo rompía su alma y su cuerpo en pedacitos, paliza tras paliza, cómo sufrí en mis propias carnes sus abusos sexuales las noches en que venía borracho y necesitaba desahogar sus impulsos tras dejar a mi madre inconsciente. Ella nunca lo supo. El muy cabrón ponía especial cuidado en disimular su deseo cuando ella estaba consciente, y yo era muy cría como para entender y vencer el miedo. Cuando con ayuda de mi tío Jaime mamá fue lo suficientemente valiente como para poner una denuncia, el mal estaba hecho, y aunque el juez dictó orden de alejamiento, ella ya no se recuperó jamás, y todas las palizas que llevaba a cuestas la quebraron por dentro sin remedio. Un buen día su cerebro le dio por fin la paz que buscaba. Supe que no podía hacer como si nada hubiera pasado mientras mi padrastro siguiera impune, abusando tal vez de otras y, como me prometí a mí misma la última vez que abusó de mí, ese día empezó a tomar forma mi plan.
La próxima parada es la mía. Él continuará aún su recorrido tres paradas más. Me levanto y me dirijo a la puerta, sabiendo, sin necesidad de mirarle, que no me quita ojo. El tren llega a mi parada y la puerta vomita el contenido del vagón en el andén. Yo me escabullo al siguiente vagón, sabiendo que nadie reparará en mí más de lo habitual. Me abro paso como puedo hasta la puerta opuesta y me recuesto contra ella, intentando calmar los latidos de mi corazón.
Pasa una parada más. La siguiente será de doble andén. Mi pulso se acelera un poco, pero estoy preparada. En cuanto se abre la puerta junto a mí, subo mi capucha, salgo y me diluyo entre la gente que entra al siguiente vagón, atestado de gente como estaba previsto. Me quedo junto a la puerta y el tren se pone en marcha. Lo intuyo levantarse para aproximarse a la puerta frente a la mía y su odiosa calva asoma al poco por delante de mí. Trago saliva. Llega el momento. Me acerco por detrás, como uno más, preparándome para salir. Me sitúo un poco escorada tras él, apretando la mano dentro de mi bolsillo y casi pegada a su costado. El andén aparece ante mí a cámara lenta. La puerta se abrirá en segundos. Unos y otros empujan pidiendo paso. Sujeto la jeringuilla con firmeza y, sin sacar la mano del bolsillo, la aprieto contra su cintura y vacío el contenido con decisión. Las puertas se abren en ese instante, y ayudada por los empujones de los que quieren salir, avanzo hacia la puerta sin mirar atrás, viendo por el rabillo del ojo cómo un hombre se dobla y cae a mi izquierda.
Salgo corriendo frenética, como muchos otros hacia su destino. El mío es salir a la calle y llegar al instituto, a seis manzanas. Habría querido hacerle daño, oír sus gritos, ver su dolor a medida que un cuchillo desgarraba sus entrañas, cortaba su miembro en pedazos, se retorcía dentro de su pecho en busca de un corazón inexistente... Pero no, no podía arriesgarme a que me pillaran, y elegí un método que no llamara tanto la atención. El veneno también me servirá, aunque sea menos doloroso para él.
En plena carrera por las escaleras mecánicas, noto que alguien me agarra del brazo.
—¡Eh, espera! —dice un chico boqueando—. Creo que se te ha caído esto.
Me da un vuelco el corazón y en segundos creo morir, pero al bajar la vista me sereno. Muestra en sus manos mis casquitos. Debieron caérseme en mi loca carrera.
—¡Muchas gracias! ¡Qué haría yo sin mi música!
A pesar de su atractivo no es el momento de ligar, y tengo que contentarme con sonreír a esos ojos azules y esperar a tener la suerte de encontrármelos en otro momento. Me giro y retomo mi ascenso. Subo los escalones de dos en dos, deseando salir y respirar. ¡Por fin! ¡La calle! Nunca el aire me supo mejor. Solo paro un instante para recuperar el aliento y corro, corro y corro, llenando de ese maravilloso aire mis pulmones, sintiéndome libre. Mi plan ha funcionado. Me siento exultante. Lanzo la jeringuilla a un contenedor camino del instituto al tiempo que pienso:
—Creo que esta vez, el examen de Química lo bordo.
Yo hago como si nada. No quiero tener el más mínimo contacto visual con él. El vagón se va llenando de gente a medida que nos acercamos al centro. Aún queda recorrido. Imagino su gesto de disgusto al no poder tenerme a la vista, y su cuello, estirándose para atisbar entre codos y barrigas y localizarme al otro lado del vagón. Me noto tensa, mi cuello agarrotado. Intento calmarme inspirando hondamente al tiempo que subo mis hombros y expulso el aire mientras los dejo caer de golpe. No pienso darle el gusto de que me domine incluso aquí. Nunca más. Bastante aguanté, viendo cómo abusaba de mi madre, cómo rompía su alma y su cuerpo en pedacitos, paliza tras paliza, cómo sufrí en mis propias carnes sus abusos sexuales las noches en que venía borracho y necesitaba desahogar sus impulsos tras dejar a mi madre inconsciente. Ella nunca lo supo. El muy cabrón ponía especial cuidado en disimular su deseo cuando ella estaba consciente, y yo era muy cría como para entender y vencer el miedo. Cuando con ayuda de mi tío Jaime mamá fue lo suficientemente valiente como para poner una denuncia, el mal estaba hecho, y aunque el juez dictó orden de alejamiento, ella ya no se recuperó jamás, y todas las palizas que llevaba a cuestas la quebraron por dentro sin remedio. Un buen día su cerebro le dio por fin la paz que buscaba. Supe que no podía hacer como si nada hubiera pasado mientras mi padrastro siguiera impune, abusando tal vez de otras y, como me prometí a mí misma la última vez que abusó de mí, ese día empezó a tomar forma mi plan.
La próxima parada es la mía. Él continuará aún su recorrido tres paradas más. Me levanto y me dirijo a la puerta, sabiendo, sin necesidad de mirarle, que no me quita ojo. El tren llega a mi parada y la puerta vomita el contenido del vagón en el andén. Yo me escabullo al siguiente vagón, sabiendo que nadie reparará en mí más de lo habitual. Me abro paso como puedo hasta la puerta opuesta y me recuesto contra ella, intentando calmar los latidos de mi corazón.
Pasa una parada más. La siguiente será de doble andén. Mi pulso se acelera un poco, pero estoy preparada. En cuanto se abre la puerta junto a mí, subo mi capucha, salgo y me diluyo entre la gente que entra al siguiente vagón, atestado de gente como estaba previsto. Me quedo junto a la puerta y el tren se pone en marcha. Lo intuyo levantarse para aproximarse a la puerta frente a la mía y su odiosa calva asoma al poco por delante de mí. Trago saliva. Llega el momento. Me acerco por detrás, como uno más, preparándome para salir. Me sitúo un poco escorada tras él, apretando la mano dentro de mi bolsillo y casi pegada a su costado. El andén aparece ante mí a cámara lenta. La puerta se abrirá en segundos. Unos y otros empujan pidiendo paso. Sujeto la jeringuilla con firmeza y, sin sacar la mano del bolsillo, la aprieto contra su cintura y vacío el contenido con decisión. Las puertas se abren en ese instante, y ayudada por los empujones de los que quieren salir, avanzo hacia la puerta sin mirar atrás, viendo por el rabillo del ojo cómo un hombre se dobla y cae a mi izquierda.
Salgo corriendo frenética, como muchos otros hacia su destino. El mío es salir a la calle y llegar al instituto, a seis manzanas. Habría querido hacerle daño, oír sus gritos, ver su dolor a medida que un cuchillo desgarraba sus entrañas, cortaba su miembro en pedazos, se retorcía dentro de su pecho en busca de un corazón inexistente... Pero no, no podía arriesgarme a que me pillaran, y elegí un método que no llamara tanto la atención. El veneno también me servirá, aunque sea menos doloroso para él.
En plena carrera por las escaleras mecánicas, noto que alguien me agarra del brazo.
—¡Eh, espera! —dice un chico boqueando—. Creo que se te ha caído esto.
Me da un vuelco el corazón y en segundos creo morir, pero al bajar la vista me sereno. Muestra en sus manos mis casquitos. Debieron caérseme en mi loca carrera.
—¡Muchas gracias! ¡Qué haría yo sin mi música!
A pesar de su atractivo no es el momento de ligar, y tengo que contentarme con sonreír a esos ojos azules y esperar a tener la suerte de encontrármelos en otro momento. Me giro y retomo mi ascenso. Subo los escalones de dos en dos, deseando salir y respirar. ¡Por fin! ¡La calle! Nunca el aire me supo mejor. Solo paro un instante para recuperar el aliento y corro, corro y corro, llenando de ese maravilloso aire mis pulmones, sintiéndome libre. Mi plan ha funcionado. Me siento exultante. Lanzo la jeringuilla a un contenedor camino del instituto al tiempo que pienso:
—Creo que esta vez, el examen de Química lo bordo.
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jueves, 5 de diciembre de 2013
Still, Very Still
El acostumbrado parón a media mañana no podía faltar. Cruzaba la pequeña calle
adoquinada hacia la cafetería de enfrente y disfrutaba de veinte minutos sin
emails ni llamadas de teléfono. Era el único momento del día en que se daba un
respiro. Se sentaba junto al ventanal y la linda Becky le llevaba un capuccino bien caliente y
un croissant recién horneado. Henry lo tomaba a sorbitos y mordisqueaba el
bollo con deleite. Hoy necesitaba especialmente ese pequeño instante, a solas
con sus pensamientos y su ritual, pues en cuanto entrara en la oficina le
esperaba una reunión crucial. Su jefe, Peter, había sido propuesto para la
dirección de la sede de la oficina en Nueva York, al jubilarse el actual,
Robert. El otro candidato era Ellie, una arpía de pies a cabeza, capaz de
pisotear a quien se cruzara en su camino para conseguir sus propósitos. Llevaba
toda la semana recibiendo veladas amenazas por parte del grupo de Ellie,
conminándole a votar en favor de ella. Se rumoreaba que habría empate y
ello daría la victoria a Peter, que llevaba más años en la empresa. Pero
Henry no había querido dejarse intimidar. Sabía que si ganaba Peter, él,
como su mano derecha, sería trasladado también y por fin viviría en la ciudad
de sus sueños.
Terminó el desayuno y se despidió de Becky con una sonrisa agradecida cuando ella, sabedora de la importancia de la reunión, le colocó con gracia un trébol de cuatro hojas en la solapa de la chaqueta y lo besó en la mejilla. Cruzó de vuelta al edificio, haciendo sonreír a cada adoquín que pisaba —tal era el optimismo y buen humor que emanaba—.
Terminó el desayuno y se despidió de Becky con una sonrisa agradecida cuando ella, sabedora de la importancia de la reunión, le colocó con gracia un trébol de cuatro hojas en la solapa de la chaqueta y lo besó en la mejilla. Cruzó de vuelta al edificio, haciendo sonreír a cada adoquín que pisaba —tal era el optimismo y buen humor que emanaba—.
Subió hasta su despacho, revisó rápidamente el correo y se dirigió a la sala de reuniones. Cuando llegó ya estaban allí todos los convocados y no tuvo más remedio que sentarse entre los del otro bando: a su derecha, Ellie; a su izquierda, el ambicioso Luke.
Robert abrió la reunión y relató emocionado su trayectoria en la compañía. Hubo sentidos aplausos al final de su discurso, momento en que Henry notó un leve pinchazo en el tobillo y pudo ver por el rabillo del ojo un pincho retráctil en el zapato de Luke mientras retiraba el pie. Robert, sin más preámbulos, presentó a los dos candidatos y dio paso a la votación.
—Por antigüedad en la empresa, empecemos con Peter. ¿Votos a favor?
Una tras otra se fueron alzando las manos previstas, hasta llegar a Henry, en quien todos los ojos se posaron. Mostraba una sonrisa hierática, mientras por dentro sentía miedo y desesperación. Estaba completamente inmóvil y su garganta agarrotada. Parpadeaba sin poder expresar emoción alguna y sin poder emitir el más leve sonido. "¿Qué me han hecho?", pensaba impotente.
Nadie parecía percibir que algo le ocurría. Él miraba fijamente a Peter, pidiendo auxilio por dentro, pero la cara de su jefe solo mostraba una tremenda decepción.
—Seis,... siete... ¡Siete votos a favor de Peter! —concluyó Robert.
The Brooklyn Bridge |
Nada iba según lo previsto. Los ocho restantes apoyaban a Ellie. Henry veía su sueño de ir a Nueva York desvanecerse y Peter, abatido, ocultaba su rostro entre las manos.
—Ahora los votos a favor de Ellie.
Varias manos empezaron a elevarse hacia el techo, al tiempo que James, uno de los chicos de Ellie, se levantó como impulsado por un resorte y abandonó la sala a toda velocidad, ante la mirada atónita e intrigada de todos los presentes. Ellie, furiosa, echaba fuego por los ojos y apretaba los puños hasta clavarse las uñas.
Robert, divertido por tanta sorpresa, inició el recuento en voz alta.
—Cinco, seis y... siete... ¡Bien! ¡Empate! —recapituló—. Como sabéis, el procedimiento de la compañía deja muy claro este punto y el empate se deshace por antigüedad. Así que... ¡Enhorabuena, Peter! A partir del próximo mes, serás el nuevo director de la oficina de Nueva York.
La tensión del momento vivido y acaso también lo que fuera que le habían administrado lo habían dejado exhausto y decidió bajar a desentumecer los músculos. Entró al bar de Becky.
—Te veo feliz. Temí haberme quedado corta con el laxante —dijo ella nada más verlo entrar.
—¡No me lo puedo creer! ¿Fue cosa tuya? —preguntó sin dar crédito.
—¡Claro! ¿Qué esperabas? Estuvieron aquí esta mañana justo cuando saliste. Les oí jugar sucio. Tenía que hacer algo y eso fue lo primero que se me ocurrió. Actué casi sin pensar. No sabía si surtiría el efecto previsto, y solo pude adulterar uno de sus cafés, pero veo que funcionó.
—Lo hizo, lo hizo. Eres toda una mujer de acción por lo que veo.
—Claro que sí. Y mi próximo objetivo es... encandilarte para que me lleves a Nueva York.
—¡Vaya! ¡Jajaja! Eso no me lo esperaba, pero me parece una idea muy interesante. Tienes tooooda una semana para convencerme.
—Pienso aprovecharla —dijo contoneándose.
—No me cabe la menor duda.
Nota: Post escrito para la Escena 12 "Móntame una escena… muy, muy quieto" propuesta por Literautas (reescrito aquí con leves variaciones). Puedes ver los relatos participantes aquí.
lunes, 28 de octubre de 2013
The Green Heart
Dejé la bici apoyada junto a la cerca y me aproximé a su casa por el camino empedrado. Antes de llamar pensé asomar la nariz por una de las ventanas, por si veía algo que me hiciera cambiar de idea. Me acerqué con sigilo a una de ellas, agachado, y estando bajo el alféizar subí la cabeza muy lentamente, hasta que mis ojos alcanzaron el cristal para ver.
—¡Buuuuhhh! —la cara de Amani apareció al otro lado de la ventana.
El susto me hizo caer de espaldas. Pero me levanté rápidamente, resuelto a huir como alma que lleva el diablo.
—No huyas, pequeño McAllister —dijo abriendo la ventana, mientras en mi escapada tropezaba y caía de nuevo—. ¡Jajaja! Vamos, muchacho, no tienes nada que temer.
Me levanté y mis rodillas sangraban. Me volví a mirarla, dudando. Al fin y al cabo seguía necesitando su ayuda.
—Anda, Ron, ven y deja que te cure esa herida tan fea —me invitó sonriendo.
A Heart Tree |
Nota: Post escrito para la Escena 11 "Entre brujas" propuesta por Literautas. Puedes ver los relatos participantes aquí. Creo que voy a leérselo a mi sobri Guillermo, que anda un poco temeroso de las brujas. Lo mismo le gusta Amani, que es una tía majísima :)
lunes, 14 de octubre de 2013
Alynne's Oblivions
—¡Buenas tardes! —responde muy formalita al presentador del telediario siempre que empiezan las noticias.
Alynne es de las que piensa que, si alguien irrumpe en tu salón, lo mínimo es ser educada y saludar, y ese señor que asoma cada día, aunque no íntimo, ya es un conocido para ella. Eso sí, una cosa es saludar, y otra permitirle que le vea comer, algo que ella considera muy privado y personal. Jamás ha comido en un restaurante, ¡qué barbaridad!, rodeada de extraños que puedan observar cómo ese trozo de espinaca rebelde decide encajarse entre tus dientes, haciendo que parezcas ridículo cada vez que sonríes. No, ella no es de esas, y ha de tener confianza con las personas con quienes comparte su mesa, y con aquellas que trabajan en su casa y pululan por ella libremente, encontrando sus miserias en el cuarto de baño o en un cajón. Así pues, sin apagar el televisor, se levanta de la mesa, a sus ojos, puesta impecablemente.
—Maurice, por favor, coloca el servicio allí, —dice mientras da la vuelta a la mesa y ella misma, con pulcritud, coloca su plato y cubiertos al otro lado—, y sírveme ya la vichyssoise.
Relajada, de espaldas al gran cuadro parlante, pone la servilleta en su regazo y empieza a comer. Le tiembla algo el pulso mientras dirige la cuchara a su boca, que se tuerce en un gesto de desagrado al saborear el contenido.
—¡Maurice! Dile a Nadine que sea la última vez que añade patata a la vichyssoise —dice con un punto de enojo—. Ya sabe que me gusta con puros puerros y ya está, y acaso con un toque de almendras majadas. No sé cómo hay que decir las cosas en esta casa —concluye, resuelta, mientras parece volver a concentrarse en el plato hondo que tiene ante sí.
"He de comentárselo a Luis... Esta chica no me sirve... Necesito una buena cocinera que no me abochorne si tengo invitados...", murmura para sus adentros. "Y he de protestarle un poco por tantas ausencias. No sé de qué me sirve un marido si apenas lo veo", musita con un mohín de reproche. "Siempre trabajando en el extranjero, y mientras yo aquí, sola, en esta mansión tan grande..."
—Maurice, por favor, dispón el coche para esta noche —indica haciendo una pausa en la comida—. Me apetece ir al teatro. Creo que llamaré a Philipe. Sí, eso haré. Él siempre está dispuesto. ¡Es tan galante y tan... apasionado! —añade con un punto de sonrojo.
Tiene el blanco cabello un poco desordenado. Sus pálidos ojos grises, rodeados de numerosas arrugas, parecen cobrar vida en ocasiones, pero las más de las veces, miran hacia adentro, escapando, ajenos al mundo que los rodea.
A su alrededor, las celadoras y enfermeras atienden al resto de ancianos de las otras mesas del comedor, mirándola con ternura a pesar de su momentáneo arranque de mal genio. Saben que en las raras ocasiones en que recupera la conciencia y se aleja de esos episodios de demencia, es la anciana más dulce de la residencia. Les sonríe con los ojos y con el corazón, mientras les cuenta historias olvidadas de arroz con leche a fuego lento, pan recién hecho en un horno de piedra, tardes pasadas leyendo a la sombra de un ciruelo, o relatando historias en torno a una chimenea; la vida, en definitiva, de una jovencita pecosa que soñaba con ser escritora y revive ahora en su mente aquellos episodios no escritos.
Afuera, el sol parece estar esquivo y se prepara una tarde nublada.
Alynne es de las que piensa que, si alguien irrumpe en tu salón, lo mínimo es ser educada y saludar, y ese señor que asoma cada día, aunque no íntimo, ya es un conocido para ella. Eso sí, una cosa es saludar, y otra permitirle que le vea comer, algo que ella considera muy privado y personal. Jamás ha comido en un restaurante, ¡qué barbaridad!, rodeada de extraños que puedan observar cómo ese trozo de espinaca rebelde decide encajarse entre tus dientes, haciendo que parezcas ridículo cada vez que sonríes. No, ella no es de esas, y ha de tener confianza con las personas con quienes comparte su mesa, y con aquellas que trabajan en su casa y pululan por ella libremente, encontrando sus miserias en el cuarto de baño o en un cajón. Así pues, sin apagar el televisor, se levanta de la mesa, a sus ojos, puesta impecablemente.
—Maurice, por favor, coloca el servicio allí, —dice mientras da la vuelta a la mesa y ella misma, con pulcritud, coloca su plato y cubiertos al otro lado—, y sírveme ya la vichyssoise.
Relajada, de espaldas al gran cuadro parlante, pone la servilleta en su regazo y empieza a comer. Le tiembla algo el pulso mientras dirige la cuchara a su boca, que se tuerce en un gesto de desagrado al saborear el contenido.
—¡Maurice! Dile a Nadine que sea la última vez que añade patata a la vichyssoise —dice con un punto de enojo—. Ya sabe que me gusta con puros puerros y ya está, y acaso con un toque de almendras majadas. No sé cómo hay que decir las cosas en esta casa —concluye, resuelta, mientras parece volver a concentrarse en el plato hondo que tiene ante sí.
"He de comentárselo a Luis... Esta chica no me sirve... Necesito una buena cocinera que no me abochorne si tengo invitados...", murmura para sus adentros. "Y he de protestarle un poco por tantas ausencias. No sé de qué me sirve un marido si apenas lo veo", musita con un mohín de reproche. "Siempre trabajando en el extranjero, y mientras yo aquí, sola, en esta mansión tan grande..."
—Maurice, por favor, dispón el coche para esta noche —indica haciendo una pausa en la comida—. Me apetece ir al teatro. Creo que llamaré a Philipe. Sí, eso haré. Él siempre está dispuesto. ¡Es tan galante y tan... apasionado! —añade con un punto de sonrojo.
Tiene el blanco cabello un poco desordenado. Sus pálidos ojos grises, rodeados de numerosas arrugas, parecen cobrar vida en ocasiones, pero las más de las veces, miran hacia adentro, escapando, ajenos al mundo que los rodea.
Plum flowers |
Afuera, el sol parece estar esquivo y se prepara una tarde nublada.
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viernes, 27 de septiembre de 2013
Compilation of Literautas' Scenes
Como ya os avanzaba en agosto, tras todo un año montando maravillosas escenas e invitando a cualquiera a participar en ellas con un relato, Literautas ha publicado un libro recopilatorio. El motivo no es otro que celebrar que en septiembre se cumplirá el primer aniversario del taller de escritura Móntame una Escena, y el libro aúna 65 de los relatos participantes, seleccionados por cada uno de los autores de entre aquellos con los que hemos ido participando en el reto mes a mes. El libro es gratuito, y está disponible en los formatos epub, pdf y mobi.
¿Recordáis aquella entrada en la que pedía vuestra ayuda para seleccionar una de las seis escenas que escribí para Literautas? Al final la elegida fue The Wound y está incluida en el capítulo correspondiente a la escena nº 5 titulada Entre Bastidores.
Os confieso que me hace mucha ilusión, y os invito a que leáis el libro, porque estoy segura de que lo disfrutaréis.
Doy las gracias desde aquí a Literautas por la maravillosa iniciativa que me servido de acicate para seguir escribiendo de tanto en tanto, y para conocer las historias y blogs de otros participantes :)
- Libro recopilación Nº1 Literautas -
Pincha en la imagen para descargar el libro :)
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viernes, 20 de septiembre de 2013
The Planet Of Music
Andaba yo sentado al borde de mi Luna, como me gusta hacer los sábados por la noche, cuando todo está en silencio, roto a veces por el paso de alguna estrella fugaz. Me pierdo en mis pensamientos y cavilo en mis cosas con los pies colgando, observando el Universo mientras me dedico a pescar estrellas. Cada vez que pica una, tengo una breve charla con ella y al cabo del rato, la vuelvo a soltar, libre de volver a su lugar en la inmensidad de la galaxia, o de reubicarse en otra parte, si tal es su deseo.
Como digo, tan absorto en mi mundo estaba, que no vi aproximarse a una estrella y, cuando noté el tirón de la caña, tuve que agarrarme como pude a los bordes de la Luna para no caer al vacío. ¡Era una estrella errante! ¡Qué suerte la mía! ¡Había pescado una estrella errante! Las adoro, he de confesar. Son tan independientes y tan de mundo, y tienen una aureola de misterio tal, que resultan irresistibles. Charlar con ellas es como abrir un libro de aventuras infinitas. Y en eso estábamos, ella relatando anécdotas y yo escuchándola como un bobo, fascinado y con la boca abierta, cuando, en plena conversación, preguntó:
—¿Has estado alguna vez en el Planeta del Silencio?
—No —respondí, con los ojos intrigados y oliendo a aventura.
—¡Vamos! —dijo—. ¡Sube!
Colgué mi caña en la Luna, y sentado entre dos de sus puntas, fuertemente agarrado, emprendimos un corto viaje a la velocidad de la luz.
—¡Es aquél! —dijo, señalando un precioso planeta de color pomelo al que nos aproximábamos.
Aminoró la velocidad y se acercó despacio, depositándome lo más cerca que pudo sobre la superficie de una loma. Nos despedimos y se alejó con elegancia, volviendo a situarse en el cielo nocturno, en espera de mi regreso.
Caminé tanteando el terreno, intentando acostumbrarme a la extraña gravedad. No flotaba, pero sentía que podía hacerlo si me lo proponía, y de hecho, cuando me sentí más confiado, bajaba por la ladera de la loma saltando, y posando los pies brevemente para impulsarme y volar de nuevo. El silencio era absoluto, salvo por el leve sonido de mis pies cada vez que tocaban el suelo. No veía más que tierra anaranjada y grandes rocas, y un río que se abría paso en silencio. Ninguna vegetación a la vista. Tal vez en esa parte del planeta no había insectos, aves u otros seres que le dieran cierta ruidosa armonía. No había tenido tiempo de investigar mucho, la verdad, y esa zona parecía desértica. Decidí aproximarme a una formación rocosa e iluminada que había divisado desde la cima. Tenía el aspecto de un anfiteatro natural, y todo apuntaba a que allí encontraría a sus habitantes, más por la luz que por el sonido. Ya cerca, sin hacer ruido, trepé por uno de los flancos para alcanzar el borde y poder observar lo que allí ocurría sin que me vieran. Cuando asomé la cabeza, vi mucha gente en las gradas, y cinco de ellos de pie, en el escenario. Era una especie de asamblea, supuse. Nadie hablaba, pero tras prestar atención, comprendí que se estaban comunicando de algún modo. Observé que, a pesar de la agitación que se adivinaba en algunos y de los gestos con que la acompañaban, nada se oía, y una mirada más precisa me hizo darme cuenta que todos parecían levitar, pues no tocaban la superficie. Al fijarme en sus extraños rostros, vi que no diferían en mucho de los humanos, y que lo que tomé por un hocico y orejas negros, era en realidad una suerte de artilugio, formado por una pieza negra triangular que les cubría la punta de la nariz y de la que salían a cada lado unas tiras hacia las orejas, cubiertas completamente con una funda negra, para terminar atadas detrás de la cabeza. Eso les daba cierto aspecto ratonil.
Tanto me había abstraído en la observación y tanto había estirado el cuello para ver bien, que no reparé en que tenía medio cuerpo volcado sobre el borde, lo que hizo que perdiera el equilibrio y diera con mis huesos en el suelo de la grada superior, soltando una imprecación, bastante más alto de lo que el sentido común de quien permanece escondido pudiera aconsejar. Como era de esperar, todas las cabezas se volvieron hacia mí, y sus caras mostraban un asombro mayúsculo, juraría que más por haber escuchado un ruido, que por toparse con un moonboy por los suelos. Me levanté y recompuse mis ropas, y como todos los ojos seguían el menor de mis movimientos, levanté tímidamente una mano y saludé:
—¡Hola! ¡Bonito planeta! —dije mostrando la mejor de mis sonrisas.
No sé cómo explicarlo, pero, de algún modo, me devolvieron el saludo. No es que les escuchara decir nada, no es eso. Fue más bien una comunicación... mental. Estaba perplejo y atónito. Si hubieran pronunciado algún sonido en su lengua, no habría entendido nada, pero aun sin mediar palabra, se estaban comunicando conmigo. De hecho, no era necesario que yo dijera nada. Mis pensamientos les llegaban también de alguna manera. No me sentí amenazado en ningún momento, —en todas partes saben de la existencia de los moonboys, de nuestro gusto por recorrer el espacio y que somos seres pacíficos—, sino que me sentí más bien un bicho raro, pues estaban cautivados y hervía en ellos verdadera curiosidad por mi habilidad para sonar, algo que ellos habían olvidado muchas generaciones atrás. "¡Qué raza más curiosa!", pensé. La causa de su mutismo parecía no estar clara, pero llevaban tanto tiempo comunicándose así, que realmente no echaban de menos los sonidos, ni estaban habituados a dar palmas o chascar los dedos, y por supuesto no sabían hablar, no ya mi lengua, sino ninguna otra. Me enteré de que cubrían sus orejas para preservar mejor ese silencio. Les comuniqué mi perplejidad al saber que desconocían el sonido de la risa, y sobre todo de algo tan maravilloso como la música. Al ver que no comprendían las ideas que se formaban en mi mente para intentar explicarles lo que era la música, decidí que, ya que no eran sordos, lo mejor era que lo escucharan por sí mismos.
Me llevé la mano al bolsillo y saqué mi pequeño reproductor de música. No imagináis el delirio que supone para los sentidos conectarlo cuando estoy en mi Luna, y hacer que suene a través del pequeño, pero potente amplificador, dejando que la música se pierda entre las estrellas y lo llene todo. Aquel anfiteatro también sería perfecto para mi demostración. Maniobré los controles con destreza y decidí empezar con algo clásico. Pasaron horas extasiados ante tanta maravilla. Casi todos se habían despojado de los cobertores de orejas, en un ansía por captar más. Les veía completamente entregados, conmovidos ante tanta belleza, pero yo me tenía que ir. Estaba a punto de amanecer. Veía por el rabillo del ojo a mi querida estrella errante haciéndome brillantes guiños para llamar mi atención, así que, me despedí de todos y prometí volver muy pronto con más sonidos.
Como los moonboys siempre cumplimos nuestras promesas, desde entonces voy con frecuencia, y me acompaña mi estrella favorita —Naya es su nombre, y nos hemos hecho inseparables—. Tras aquel inicio con la selección de algunas piezas clásicas de las grandes, pasé por muchas más cosas, desde ópera hasta soul, jazz o blues. Hoy les llevo pop de todos los tipos, y creo que les va a encantar. Les veo preparados para bailar, incluso, y si no, ¡al tiempo!
Ya viene Naya. ¡Qué locuela! Viene casi haciendo cabriolas.
—¡Sube, Kay! —dijo coqueta—. ¡Rumbo al Planeta... de la Música!
Tanto me había abstraído en la observación y tanto había estirado el cuello para ver bien, que no reparé en que tenía medio cuerpo volcado sobre el borde, lo que hizo que perdiera el equilibrio y diera con mis huesos en el suelo de la grada superior, soltando una imprecación, bastante más alto de lo que el sentido común de quien permanece escondido pudiera aconsejar. Como era de esperar, todas las cabezas se volvieron hacia mí, y sus caras mostraban un asombro mayúsculo, juraría que más por haber escuchado un ruido, que por toparse con un moonboy por los suelos. Me levanté y recompuse mis ropas, y como todos los ojos seguían el menor de mis movimientos, levanté tímidamente una mano y saludé:
—¡Hola! ¡Bonito planeta! —dije mostrando la mejor de mis sonrisas.
Grand Canyon or The Planet of Silence? |
No sé cómo explicarlo, pero, de algún modo, me devolvieron el saludo. No es que les escuchara decir nada, no es eso. Fue más bien una comunicación... mental. Estaba perplejo y atónito. Si hubieran pronunciado algún sonido en su lengua, no habría entendido nada, pero aun sin mediar palabra, se estaban comunicando conmigo. De hecho, no era necesario que yo dijera nada. Mis pensamientos les llegaban también de alguna manera. No me sentí amenazado en ningún momento, —en todas partes saben de la existencia de los moonboys, de nuestro gusto por recorrer el espacio y que somos seres pacíficos—, sino que me sentí más bien un bicho raro, pues estaban cautivados y hervía en ellos verdadera curiosidad por mi habilidad para sonar, algo que ellos habían olvidado muchas generaciones atrás. "¡Qué raza más curiosa!", pensé. La causa de su mutismo parecía no estar clara, pero llevaban tanto tiempo comunicándose así, que realmente no echaban de menos los sonidos, ni estaban habituados a dar palmas o chascar los dedos, y por supuesto no sabían hablar, no ya mi lengua, sino ninguna otra. Me enteré de que cubrían sus orejas para preservar mejor ese silencio. Les comuniqué mi perplejidad al saber que desconocían el sonido de la risa, y sobre todo de algo tan maravilloso como la música. Al ver que no comprendían las ideas que se formaban en mi mente para intentar explicarles lo que era la música, decidí que, ya que no eran sordos, lo mejor era que lo escucharan por sí mismos.
Me llevé la mano al bolsillo y saqué mi pequeño reproductor de música. No imagináis el delirio que supone para los sentidos conectarlo cuando estoy en mi Luna, y hacer que suene a través del pequeño, pero potente amplificador, dejando que la música se pierda entre las estrellas y lo llene todo. Aquel anfiteatro también sería perfecto para mi demostración. Maniobré los controles con destreza y decidí empezar con algo clásico. Pasaron horas extasiados ante tanta maravilla. Casi todos se habían despojado de los cobertores de orejas, en un ansía por captar más. Les veía completamente entregados, conmovidos ante tanta belleza, pero yo me tenía que ir. Estaba a punto de amanecer. Veía por el rabillo del ojo a mi querida estrella errante haciéndome brillantes guiños para llamar mi atención, así que, me despedí de todos y prometí volver muy pronto con más sonidos.
Como los moonboys siempre cumplimos nuestras promesas, desde entonces voy con frecuencia, y me acompaña mi estrella favorita —Naya es su nombre, y nos hemos hecho inseparables—. Tras aquel inicio con la selección de algunas piezas clásicas de las grandes, pasé por muchas más cosas, desde ópera hasta soul, jazz o blues. Hoy les llevo pop de todos los tipos, y creo que les va a encantar. Les veo preparados para bailar, incluso, y si no, ¡al tiempo!
Ya viene Naya. ¡Qué locuela! Viene casi haciendo cabriolas.
—¡Sube, Kay! —dijo coqueta—. ¡Rumbo al Planeta... de la Música!
sábado, 24 de agosto de 2013
Lying & Lying
Un beso lleva a otro; una caricia, a otra más audaz; una prenda que cae, a cuerpos que se funden... Me pierdo en tus besos, que creo que me racionas, porque me dejan hambrienta. Desearía más, muchos más, no solo en mi boca, sino por todo mi cuerpo. Sentir tus labios húmedos en mi cintura, en mi cuello, notar que tu boca recorre mi espalda o se pierde entre mis muslos, donde tu lengua juguetona campa a sus anchas. Tus dedos también juegan, exploran mi cuerpo, rendido y expectante, ansioso de placer. Entras dentro de mí, a veces demasiado pronto, sin darme tiempo a que esté lista para recibirte. Pero te guío y nos acoplamos, cabalgamos juntos un trecho, más despacio, más deprisa ahora, ansío besos que no llegan y me llevo tus dedos a mi boca para calmar mi berrinche. Boqueo, jadeo, mientras nuestros cuerpos, resbaladizos por el calor, siguen su baile tribal. A horcajadas sobre ti, mi espalda se arquea hacia atrás mientras gimo de placer, y caigo sobre ti buscando tu boca.
Y en una fracción de segundo pasan por mi mente todas las sensaciones de infinito placer que he conseguido con otros, o cuando, a solas, juego con mi cuerpo y me inundan las sensaciones inenarrables de gozo, descargas que envían oleadas de puro deleite hasta la más alejada de mis fibras nerviosas y que, contigo, aunque disfruto, muy pocas veces he logrado experimentar. Si lo he conseguido otras veces, ¿qué es lo que falta cuando se trata de ti y de mí? ¿Es tal vez cosa de tamaños y formas como ocurre con las tuercas y tornillos? ¿Acaso de feromonas? ¿Influyen los olores, un timbre de voz en determinada frecuencia o el tacto de ciertas pieles? ¿Qué es lo que lleva a mi cuerpo a dejarse guiar por mi mente en lugar de accionar el interruptor y dejarla a off?
Alguna vez te he confesado que no siempre llego a ese placer, pero al final, casi invariablemente, cuando formulas tu pregunta, te miro a los ojos y, aún resoplando, respondo simplemente:
—Sí.
Esta entrada es completamente ficticia, fruto de una conversación reciente con alguien muy especial. Pero me hizo pensar sobre el tema. Los hombres, normalmente, tienen una forma mucho más visible de mostrar que han alcanzado el máximo gozo, lo cual no indica que siempre lo sientan con la misma intensidad. Pero en el caso de nosotras, las mujeres, aunque en algunos casos sí es visible, en general podemos fingir un orgasmo, al menos siempre y cuando no haya un despliegue científico en torno a nosotras para medir si es o no auténtico. Y seguramente ese fingimiento se deba al miedo a hacer daño a la otra persona, —hombre o mujer—, a herir su ego y que sienta que no lo está haciendo bien y acaso ello lo aleje o, por el contrario, miedo a que la pelota se vuelva contra nosotras y nos acuse de frigidez. Pero tal vez, en lugar de frustrar al otro, el hacerle saber que no logra hacernos llegar al clímax, pueda también suponer un acicate que le haga ponerse las pilas, esforzarse en ser más creativo e intentarlo con más ahínco, ¿no?
¿Qué pensáis vosotros/as? ¿Habéis fingido alguna vez? ¿Habéis pillado a la otra parte fingiendo? ¿Cómo os sentiríais si supierais que realmente no alcanza el paraíso? ¿Minaría vuestra autoestima y moral o la reforzaría?
Esta entrada es completamente ficticia, fruto de una conversación reciente con alguien muy especial. Pero me hizo pensar sobre el tema. Los hombres, normalmente, tienen una forma mucho más visible de mostrar que han alcanzado el máximo gozo, lo cual no indica que siempre lo sientan con la misma intensidad. Pero en el caso de nosotras, las mujeres, aunque en algunos casos sí es visible, en general podemos fingir un orgasmo, al menos siempre y cuando no haya un despliegue científico en torno a nosotras para medir si es o no auténtico. Y seguramente ese fingimiento se deba al miedo a hacer daño a la otra persona, —hombre o mujer—, a herir su ego y que sienta que no lo está haciendo bien y acaso ello lo aleje o, por el contrario, miedo a que la pelota se vuelva contra nosotras y nos acuse de frigidez. Pero tal vez, en lugar de frustrar al otro, el hacerle saber que no logra hacernos llegar al clímax, pueda también suponer un acicate que le haga ponerse las pilas, esforzarse en ser más creativo e intentarlo con más ahínco, ¿no?
¿Qué pensáis vosotros/as? ¿Habéis fingido alguna vez? ¿Habéis pillado a la otra parte fingiendo? ¿Cómo os sentiríais si supierais que realmente no alcanza el paraíso? ¿Minaría vuestra autoestima y moral o la reforzaría?
jueves, 15 de agosto de 2013
Trying To Make Up My Mind
No me decido. ¿Me ayudáis con esta breve encuesta? :)
Os cuento... Literautas va a sacar un libro recopilación de relatos, para celebrar que en septiembre se cumplirá el primer aniversario del taller de escritura Móntame una Escena. Los que hemos participado en alguna de las diez primeras ediciones, podemos enviar uno de los relatos para que lo incluyan, y se permite incluso ampliarlo hasta las 1.000 palabras. ¡Y ahí está mi dilema! Aunque mi mente ya ha descartado alguno, al final no consigo decidirme por uno de los seis relatos que escribí para seis de las escenas propuestas, y he pensado que lo mejor es preguntaros.
Os cuento... Literautas va a sacar un libro recopilación de relatos, para celebrar que en septiembre se cumplirá el primer aniversario del taller de escritura Móntame una Escena. Los que hemos participado en alguna de las diez primeras ediciones, podemos enviar uno de los relatos para que lo incluyan, y se permite incluso ampliarlo hasta las 1.000 palabras. ¡Y ahí está mi dilema! Aunque mi mente ya ha descartado alguno, al final no consigo decidirme por uno de los seis relatos que escribí para seis de las escenas propuestas, y he pensado que lo mejor es preguntaros.
Los relatos son:
Me encantaría saber cuál es vuestra opinión. Podéis dejar un comentario (puede hasta ser anónimo, si queréis) indicando vuestra opción.
2013/08/25: Finalmente, tras recabar las votaciones recibidas por los distintos medios, y resuelto el casi empate entre The Wound y The Mission (curiosamente mis dos preferidas), opto por enviar la elegida mayoritariamente, que es... (redoble de tambores) ... ¡The Wound! :)
2013/08/25: Finalmente, tras recabar las votaciones recibidas por los distintos medios, y resuelto el casi empate entre The Wound y The Mission (curiosamente mis dos preferidas), opto por enviar la elegida mayoritariamente, que es... (redoble de tambores) ... ¡The Wound! :)
jueves, 27 de junio de 2013
My Grandpa
La tierra está fresca y el césped aún no cubre la tumba. La lápida reza: Arthur McFlynn (May 5th 1921 – Apr 16th 2013), "Travel at least once, before your last trip".
Mike llegó con tiempo, para visitar la tumba a solas antes de encaminarse a la gran mansión, donde acudirán el resto de familiares convocados por el notario. Le parece estar viendo al entrañable viejo, con gesto serio cuando le reprendía por algo para, acto seguido, sonreírle con sus ojos de agua y proponerle un juego, un acertijo, una aventura. Le adoraba. Se lamenta de no haber llegado a tiempo para despedirse.
Pone rumbo a la casa e imagina a todos falsamente contritos. No era un secreto que su abuelo se llevaba mal con sus hijos, ya fallecidos, cuyo encono hacia él heredaron sus primos: Elsie y Raymond, por parte del amargado tío Milton, y Rachel, por parte del apocado tío George. Terry, su madre, era la única que realmente había querido a su padre. Fue la niña de sus ojos hasta su temprana muerte, poco después de nacer Mike. Su padre, Charles, quedó destrozado, pero rehizo su vida, y contrajo matrimonio con una dulce australiana. El pequeño Mike necesitaba una madre, aunque ello les trasladó a la otra parte del globo. Arthur echaba de menos a su nieto favorito, a quien antes veía cada semana. Mike conquistó su corazón aquel día que gateaba por la alfombra de la biblioteca, directo a los pies de su abuelo, quien leía enfrascado en un libro sobre Asia. El pequeño, tambaleante, se puso en pie, y agarrándose a las rodillas de Arthur, llevó su manita a la página y señaló la foto de la Gran Muralla China, dando golpecitos, mirándole con sus grandes ojos y dedicándole una sonrisa grandiosa. Arthur convenció a Charles para que dejara con él al pequeño durante dos meses cada verano, y ello creó un vínculo especial entre ambos.
Mike, caminando por el sendero de gravilla, recuerda vívidamente las largas tardes con él en la gran biblioteca, repleta de libros hasta el techo. Disfrutaban de la lectura y perdían la noción del tiempo. Mrs. Sanders, el ama de llaves, no se intimidaba ante el ceño fruncido de Mr. McFlynn y, con mirada reprobadora, les hacía apartar los libros y sentarse a tomar el té y deliciosos pastelillos. Mientras merendaban, charlaban acerca de temas de lo más diverso. Habían hablado infinitas veces de que, algún día, irían juntos a la Gran Muralla.
—Ya no será posible —piensa Mike— pero iré. El año que viene, tal vez.
La dulce Mrs. Sanders lo recibe con un abrazo y le conduce a la biblioteca. El resto aguarda allí, ansioso por descubrir qué les depara la última voluntad del anciano. Pronto salen de dudas. El testamento es breve, y adjudica a cada nieto la suma de veinte mil libras, y a Mike, un libro, aquél que leía su abuelo sobre Asia. El resto lo lega a instituciones benéficas, sin olvidar a Mrs. Sanders y a Edward, su mayordomo, a quienes otorga unas casas en la villa, ante la indignación de los tres primos, quienes hablan de impugnar el testamento. Mike, sin embargo, se siente feliz.
—No entiendo cómo puedes sonreír —le dice Raymond—. Es un simple libro.
Mike le mira enarcando una ceja, sonriendo de nuevo, mientras piensa para sí: "Los libros me han permitido viajar a destinos exóticos y lejanos, a parajes desiertos o inaccesibles, a la Edad Media o al incierto futuro, me han permitido ver de qué está hecha la Tierra por dentro, descubrir qué hay fuera de la Vía Láctea, conocer otras razas y culturas, especies fantásticas y acaso de fábula, me han hecho saber qué se siente siendo pobre, rico, estando enfermo o siendo un superhéroe, me han hecho retreparme en el sillón de puro miedo, reír a carcajadas, llorar de pena o dejar que mi fibra sensible estalle de emoción por una maravillosa historia. ¿Y aún me pregunta por qué sonrío? Es un regalo maravilloso, y me permitirá recordar al abuelo siempre".
Sus primos se marchan despotricando, demasiado enfadados para seguir allí. Mike se queda, y acompaña a Mrs. Sanders y Edward a la cocina, a tomar un té.
—¿No mira el libro, Mr. Bolton?
—Ya lo conozco, Edward —dice Mike abriéndolo.
Al hacerlo, un sobre resbala. Mike saca algo de su interior. Es el título de propiedad de la mansión, a su nombre. Reconoce la pulcra caligrafía de su abuelo al leer:
“Mis libros son tuyos. Este es su hogar… y el tuyo.
Te quiere,
Tu abuelo Arthur”.
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