lunes, 14 de septiembre de 2009

The Awakening

El silencio reinaba en la habitación. La luz comenzaba a filtrarse por la pequeña brecha que había dejado abierta entre las cortinas, y flotaba, tímida, dando vida a los objetos que componían la estancia, redibujando sus perfiles y haciendo que cobraran vida de nuevo. Estaba amaneciendo.


Olivia se desperezaba lentamente, fatigada, aún ebria de sensaciones. Sus ojos cerrados. No se sabía despierta, no se sabía dormida. Despertaba durmiendo, dormía despertando. Vagaba entre imágenes incongruentes e imposibles, mezcla de planos irreales y reales, coloreados por un loco. Deambulaba por un mundo paralelo. En su mente persistían aún los retazos del último sueño, donde los sonidos reverberaban amortiguados, haciéndose metálicos o tornando en graves en su rebotar en los objetos, derramándose en su cabeza hasta desvanecerse. Era ese delicioso momento en que retienes las vivencias que has sentido como reales hace tan sólo... ¿segundos? Se acariciaba con suavidad, mimosa, dejándose llevar en ese duermevela, como si fuera una niña a la que hubiera que calmar con dulzura. Tenía la piel ardiendo, los labios entreabiertos, los pezones duros, los muslos húmedos,... y sonreía beatíficamente mientras se iba haciendo borrosa la última imagen de ella, la mujer del sueño, la diosa que la había poseído como nunca un hombre lo hizo, la mujer que la había transportado a un mundo mágico de placeres, una mujer sin nombre... ... Se oía la ducha...

sábado, 12 de septiembre de 2009

Healing My Soul

Despertó. Aún estaba algo oscuro. Ordenó su mente mientras tomaba conciencia de su cuerpo y de dónde estaba. Se había acostado llorando, pero ahora, al recordar, sonreía. Se levantó animada y decidida, sin borrar esa sonrisa de su rostro. Se dirigió así, desnuda como estaba, hacia la terraza que daba a la piscina. La puerta corredera estaba abierta. Vio abandonada en la mecedora su fina camisola blanca, y se la puso, sin prestar demasiada atención y sin perder tiempo en abotonarla. No hacía frío, pero notaba una ligera brisa. Atravesó la piscina para llegar a la playa, y rodeó las hamacas y sombrillas de paja para dirigirse al mar.

No había nadie, ni un alma. Todos dormían. La arena, la más fina y suave que jamás hubiera pisado, la recibía aún fría. Sus pies se deslizaban familiares por ella. Siguió avanzando en línea recta. El sol empezaba a dejar entrever su presencia, asiendo el horizonte con sus manitas y asomando tímido al fondo su cresta, como pidiendo permiso para salir. Ya pisaba arena húmeda, y sus pies debían estar dibujando nítidamente sus pisadas, pero no se volvió a comprobarlo. Una gaviota pasó volando para darle los buenos días con un graznido. Con gesto indolente se despojó de la camisola, dejándola caer, y la adivinó aterrizando como una pluma, etérea, sobre la playa. Siguió, sin volverse a mirar. El agua lamía casi sus pies, pero no se paró.



Entró decidida al mar, tranquila, avanzando, sin mirar atrás para ver el camino que intuía dibujado desde su bungalow hasta ella. El agua estaba fría, pero no daba impresión. Siguió en línea recta, adentrándose sonriente. Ya le cubría hasta los muslos, y en su caminar, sus manos jugaban con el agua, dejándola deslizarse entre sus dedos. Cogió aire y se zambulló, y sumergida, sus ojos verdes quisieron ser testigos. El sol hacía su trabajo, y la claridad que proporcionaba junto a la transparencia del agua, permitían ver los pequeños seres vivos que buceaban a su lado. Se impulsaba con brazos y piernas sin perder la sonrisa. Se sentía feliz y plena. Se impulsó de nuevo hacia la superficie y asomó la cabeza. Boqueó en busca de aire y llenó sus pulmones. Y gritó ¡sí!… ¡Sí!, repitió… ¡Sí!, ¡sí!, ¡sííí!, ¡síííí!… Notaba su cuerpo vibrante, lleno de energía. Se dejó flotar sobre la superficie, con los brazos en cruz, como descansando en una gran cama de agua, sintiéndose acunada por el mar. Estuvo así unos minutos, ahora abriendo los ojos, ahora cerrándolos. Suspiró, como anunciando el final de la resolución tomada, y puso rumbo a la orilla. Llegó nadando a braza hasta donde ya hacía pie, y se irguió para salir caminando, empujada brevemente por alguna ola caprichosa.

Ya en la orilla, comprobó que el agua había borrado sus huellas sobre la arena mojada. Su camisola aparecía desmadejada. No la recogió. Quedaba ahí como testigo de que tuvo una vida que terminó, y ahora daba comienzo otra. La sal escuece, pero cura las heridas. Ella había entrado a curar su alma, a decir adiós al dolor y a dejar de luchar por aquello en lo que no creía y que no sentía. Había reencarnado su alma en vida, y un nuevo camino se abría ante ella. Habría piedras, seguro, pero ahora sabía que tenía la energía suficiente para apartarlas, porque su voluntad se había fortalecido. Where there’s a will, there’s a way...

Siguió decidida hacia el bungalow, deseosa de disfrutar de la primera ducha de su nueva vida…

lunes, 7 de septiembre de 2009

The Governess

Eran casi las nueve de la mañana, y Germán y yo ya esperábamos impacientes. Estábamos en Escocia, donde habíamos pasado gran parte del verano, empapando cada fibra de nuestros cuerpos en el fluido de la lengua inglesa. El máster que íbamos a empezar exigía un alto nivel de inglés, y habíamos decidido irnos a un enclave adecuado para asimilar el idioma. Era una antigua casa señorial, reconvertida ahora en una residencia de estudiantes. En ella habíamos pasado los últimos dos meses, saliendo tan solo a realizar algunas de las actividades externas contempladas en el curso, muy diversas y orientadas todas a comprender y hablar mejor. El programa, además, incluía tres horas de clase diaria que nos daba en la biblioteca una profesora. La "ráspida", la llamábamos. Una de nuestras palabras inventadas que nos sonaba perfecta para describirla. "Dícese de la persona de talante serio, rancio, estirado y severo, poco amiga de sonrisas y carente de simpatía", y ella era todo eso por añadidura. Vamos, un encanto de mujer, que alegraría con su sola presencia cualquier camposanto. De hecho, cuando la vimos el primer día, la imagen que vino a nosotros fue la de una institutriz de las duras, que viniera dispuesta a poner firmes a un par de mozalbetes usando la fusta si fuera necesario.


Habíamos tenido el examen de comprensión auditiva la tarde anterior, y ahora quedaba la gramática. Solos Germán y yo. Los demás "residentes" estaban en otros niveles. La puerta se abrió y entró ella, puntual como siempre. Vestía de negro, falda recta hasta la rodilla y camisa abotonada casi hasta el cuello. Llevaba medias negras, zapatos de un tacón altísimo y el cabello recogido, sin un solo mechón suelto. Es increíble la facilidad y gracia que tienen las mujeres para, con un gesto experto, recogerse en un santiamén la melena, usando a veces tan sólo un lápiz. Ella siempre lo llevaba sujeto con alguno de esos artilugios, sin horquillas.

Tras el Good morning inicial tomó asiento, y abrió el cajón superior de la mesa, de donde extrajo los exámenes. Tocaba responder 200 preguntas. Nos dio los exámenes a ambos, vueltos boca abajo, y se dirigió a su mesa, donde una vez sentada activó el cronómetro y dio la salida. Teníamos una hora por delante, y nos pusimos a ello sin perder un segundo.

Cada uno se concentró en su examen, y así pasaron los minutos. Yo ni levantaba la vista, salvo en esos momentos en que, no sé por qué razón, nos da por mirar al infinito o a un punto invisible del horizonte, en espera de que las ideas se coloquen en nuestra mente y se oiga ese mágico clic que ocurre cuando encuentras lo que buscas. Mi respuesta llegó y completé el examen, dispuesto a revisarlo desde el principio. Quedaban apenas cinco minutos.

En esas estaba cuando me di cuenta, —no lo había advertido antes, de concentrado como estaba—, de que nuestra "institutriz" no estaba en su mesa. La biblioteca era espaciosa, pero no tanto como para no localizarla al instante. Se había acercado a los libros. Llenaban toda una pared cubierta de estanterías hasta el techo. Paseaba como absorta, recorriendo con la vista cada título, y acariciando los lomos de los libros que esperaban ser abiertos. No sé por qué, pero me quedé observándola. De pronto había olvidado que me estaba examinando. Y ella..., es como si no estuviera allí. A juzgar por su expresión, su mente estaba de viaje. Tal vez vagaba por alguna de las historias que tenía ante sus ojos, tal vez por una propia. Así como estaba, de modo ausente, realizó el gesto que aún hoy me persigue en sueños. Casi sin darse cuenta, y con toda naturalidad llevó la mano a su muslo derecho, donde tanteo algo. Bajó la vista al punto donde su mano reposaba y, ayudándose con la mano izquierda, subió un poco su falda, lo bastante como para dejar al descubierto unos centímetros de su muslo. Vi absorto cómo, ajena a la atención que estaba despertando en mí, subía la media con infinita delicadeza. Pude ver la blancura de su carne, so tender, y la esbeltez de su pierna, y cómo, con movimiento ágil y experto, ajustaba su... ¡liguero!...



Mi mandíbula colgaba sin remedio y mis ojos no podían estar más abiertos. Creo que boqueaba en busca de aire, y no estoy seguro de si escapó de mí un leve jadeo. Mis ojos tenían delante la imagen de mis fantasías. La veía en mi mente, con las medias, el liguero negro y un corsé. La melena suelta y alborotada. Con esos ojos grises, que siempre había creído fríos, ardientes de pasión, abandonados al deseo. Su cuerpo se movía, sabio y salvaje, en un rapto de placer y delirio. Liberada del corsé mostraba su pecho lleno y su vientre plano, y arqueaba la espalda como una gata en celo. Su boca entreabierta invitaba al beso y a la locura...  Nunca había reparado en esos labios..., en ese cuello... Nunca mis ojos habían captado lo atractiva que era. La institutriz fría y distante convertida en un ama del placer... una diosa...


Ella colocó de nuevo su falda y miró el reloj, aún ajena a mi mirada. Su taconeo me despertó de mi ensoñación y me recompuse como pude. Había empezado a notar cierta inquietud en mis pantalones. Volví la vista al examen y, con la mente agitada y confusa ojeé las preguntas y respuestas sin realmente ver nada. Ella volvió a su mesa y la oí decir que quedaba un minuto. Yo miraba mis hojas, colocadas pulcramente sobre mi mesa, con las manos en las sienes para evitar que mi cara delatara mi ansiedad. Me serené, me levanté, dejé mi examen sobre su mesa y salí sin atreverme a mirarla. Eché a andar hacia el jardín con paso rápido. Necesitaba respirar. No me había alejado más que unos metros cuando caí en la cuenta de que había dejado el móvil olvidado sobre mi mesa. Di media vuelta y llegué de nuevo a la puerta de la biblioteca. Tan confuso estaba que ni llamé (¡acababa de salir de allí!). Abrí la puerta y la vi delante de la mesa de Germán, pasando sus dedos por los labios de él, los mismos dedos que me habían mostrado su liguero. Fueron décimas de segundo, pero comprendí que había llegado tarde a ella. Todo encajó en mi mente, las mañanas en que Germán parecía no haber dormido nada, su referencia a ella por su nombre en lugar de usar el apodo que inventamos... Todo cobró sentido y supe que Germán ya había vivido mi fantasía en primera persona. Musité confuso algo sobre mi olvido, cogí mi móvil y me marché.

Nuestra estancia allí llegó a su fin, y regresamos a Madrid al final de la semana. Jamás comenté nada con Germán, ni él conmigo, pero desde entonces, cada vez que paso por un escaparate con lencería, mis ojos no pueden evitar buscar un liguero, para volver a traer a mis sueños a mi institutriz.