Salió de casa, como venía haciendo cada mañana desde hacía ya casi un año. Salvo muy raras excepciones, no importaba que hiciera frío o calor, que lloviera o brillara el sol, él caminaba a grandes zancadas hasta la plaza, con la ilusión de un niño, decidido y resuelto. Un observador atento percibiría en él un punto de nerviosismo por ese breve instante en que aminoraba la marcha al pasar por delante de la papelería, al ver cómo se miraba de reojo en el cristal del escaparate, llevándose la mano al mechón rebelde en un gesto de coquetería, y respiraba profundo antes de entrar a la cafetería.
Habría pasado por allí cientos de veces sin entrar o asomarse a su interior hasta aquella mañana de primavera en que la casualidad lo condujo dentro un año antes. Desde entonces, se sentaba siempre en una de las mesas junto a la ventana, e invariablemente pedía su croissant y su café. Sacaba su tablet y abría el libro que estuviera leyendo. Si el observador de antes aún siguiera prestando atención, descubriría que leer, poco leía. Parecía intentarlo, eso sí, y sus ojos se movían ligeramente de izquierda a derecha e iban bajando a lo largo del texto, pero a veces, sin haber pasado la página, volvía a ascender por ella y releía, o segundos después de haberla pasado, retrocedía y volvía a la página anterior para volver sobre lo leído. No, su lectura apenas avanzaba. Y es que de tanto en tanto levantaba momentáneamente los ojos para tomar su taza de café o llevarse el croissant a la boca, y sus ojos recorrían el bar, prestando especial atención a otra de las mesas junto al ventanal. La encontraba vacía las más de las veces, o con personas que no eran de su interés, lo cual le hacía volver a su lectura y no recordar por dónde iba. En la media hora que permanecía allí, no perdía la esperanza ni un solo instante. “Tal vez sea hoy”, se decía. Pero no, no lo era. Un día más y ella no aparecía. Y él salía del bar, tras pagar la cuenta, sintiéndose cada día un poco más viejo. Pero sabía que al día siguiente allí estaría de nuevo.
No sabía nada de ella, ni su nombre, ni su edad, ni siquiera si vivía en la ciudad. No habían cruzado más que miradas, atento él a cada gesto de ella desde el primer instante en que la vio. Pero no necesitaba más. A veces se producen conexiones sin que medie una palabra. Y ambos de alguna manera habían sentido lo mismo. Sus energías, sus almas o sea cual sea el nombre que le des a aquello etéreo e invisible que les unió, les hizo saber que eran ambos partes del mismo todo, que vibraban a la misma frecuencia y que debían estar juntos. Justo cuando aquel día él iniciaba el ademán de levantarse para acercarse a la mesa donde ella tomaba un té, sonó su móvil. Ella lo sacó del bolso con movimientos pausados. Su cara se contrajo al mirar la pantalla, y se apresuró a contestar. Habló en un tono muy suave mientras se levantaba, cogía su bolsa y se acercaba a la barra del bar, dejando un billete de 5 euros sin mediar palabra. Se giró hacia la entrada y, con la puerta abierta, miró hacia donde él estaba, atento a cada gesto y contrariado al ver que su oportunidad de conocerla se evaporaba. Le miró con algo de tristeza a pesar de que intentaba sonreír por todos los medios, e hizo un gesto con la mano derecha lleno de mensajes de adiós, de hasta pronto, de volveremos a vernos, de no te vayas lejos, por favor, que volveré, no sé cuándo, pero lo haré, no es el momento aún, ahora no puede ser, pero confía en mí... y su sonrisa en ese último segundo iluminó su cara. La sonrisa que hacía que él siguiera volviendo cada mañana.
La sonrisa que también mostraba en su cara un observador, que acodado en la barra daba pequeños sorbos a su café y tomaba notas ininteligibles en su libreta, mientras seguía perfilando una historia que contar.
Habría pasado por allí cientos de veces sin entrar o asomarse a su interior hasta aquella mañana de primavera en que la casualidad lo condujo dentro un año antes. Desde entonces, se sentaba siempre en una de las mesas junto a la ventana, e invariablemente pedía su croissant y su café. Sacaba su tablet y abría el libro que estuviera leyendo. Si el observador de antes aún siguiera prestando atención, descubriría que leer, poco leía. Parecía intentarlo, eso sí, y sus ojos se movían ligeramente de izquierda a derecha e iban bajando a lo largo del texto, pero a veces, sin haber pasado la página, volvía a ascender por ella y releía, o segundos después de haberla pasado, retrocedía y volvía a la página anterior para volver sobre lo leído. No, su lectura apenas avanzaba. Y es que de tanto en tanto levantaba momentáneamente los ojos para tomar su taza de café o llevarse el croissant a la boca, y sus ojos recorrían el bar, prestando especial atención a otra de las mesas junto al ventanal. La encontraba vacía las más de las veces, o con personas que no eran de su interés, lo cual le hacía volver a su lectura y no recordar por dónde iba. En la media hora que permanecía allí, no perdía la esperanza ni un solo instante. “Tal vez sea hoy”, se decía. Pero no, no lo era. Un día más y ella no aparecía. Y él salía del bar, tras pagar la cuenta, sintiéndose cada día un poco más viejo. Pero sabía que al día siguiente allí estaría de nuevo.
No sabía nada de ella, ni su nombre, ni su edad, ni siquiera si vivía en la ciudad. No habían cruzado más que miradas, atento él a cada gesto de ella desde el primer instante en que la vio. Pero no necesitaba más. A veces se producen conexiones sin que medie una palabra. Y ambos de alguna manera habían sentido lo mismo. Sus energías, sus almas o sea cual sea el nombre que le des a aquello etéreo e invisible que les unió, les hizo saber que eran ambos partes del mismo todo, que vibraban a la misma frecuencia y que debían estar juntos. Justo cuando aquel día él iniciaba el ademán de levantarse para acercarse a la mesa donde ella tomaba un té, sonó su móvil. Ella lo sacó del bolso con movimientos pausados. Su cara se contrajo al mirar la pantalla, y se apresuró a contestar. Habló en un tono muy suave mientras se levantaba, cogía su bolsa y se acercaba a la barra del bar, dejando un billete de 5 euros sin mediar palabra. Se giró hacia la entrada y, con la puerta abierta, miró hacia donde él estaba, atento a cada gesto y contrariado al ver que su oportunidad de conocerla se evaporaba. Le miró con algo de tristeza a pesar de que intentaba sonreír por todos los medios, e hizo un gesto con la mano derecha lleno de mensajes de adiós, de hasta pronto, de volveremos a vernos, de no te vayas lejos, por favor, que volveré, no sé cuándo, pero lo haré, no es el momento aún, ahora no puede ser, pero confía en mí... y su sonrisa en ese último segundo iluminó su cara. La sonrisa que hacía que él siguiera volviendo cada mañana.
La sonrisa que también mostraba en su cara un observador, que acodado en la barra daba pequeños sorbos a su café y tomaba notas ininteligibles en su libreta, mientras seguía perfilando una historia que contar.
Precioso,
ResponderEliminarenamoramientos instantáneos,
infinitos efímeros...
Un abrazo enorme
Muchos lo son, hasta el momento en que entra a fastidiarlo todo la mente :)
EliminarUn abrazo no, ¡siete! :*